jueves, 22 de octubre de 2009

Dalí y el sexo surrealista.






El cuadro que ven aquí arriba se llama El Gran Masturbador, y seguramente ya lo tienen visto. Es uno d elos cuadros más significativos de Dalí, que lo pintó en 1929, y que para muchos cierra su etapa lorquiana, aunque lo más importante es lo que el artista comienza a expresar a partir de este trabajo, ya que es un resumen de sus obsesiones (el título es elocuente), y lo realizó mientras pasaba unas vacaciones de Cadaqués, donde recibió la visita del pintor Magritte y su mujer, y del poeta surrealista Paul Eluard y Gala, su mujer, ante la cual Dalí queda totalmente subyugado.
El Gran Masturbador es una autorretrato de Dalí sobre el cual coloca todas sus obsesiones. Desde la soledad hasta el terror que le provocaba el sexo y el deslumbramiento por Gala, todo está expresado en este cuadro que además inicia no sólo su tormentosa relación con el movimiento liderado por André Bretón sino el nacimiento de su método paranoico-crítico.
Además, Dalí escribió un poema en francés con el mismo nombre, que, de alguna manera, complementa el cuadro.

Aquí, un fragmento traducido por Aldo Pellegrini en Femme Visible.



A pesar de la oscuridad reinante
la noche estaba en sus comienzos
en los bordes de las grandes escalinatas de ágata
donde
fatigado por la luz del día
que duraba desde la salida del sol
el gran Masturbador
su inmensa nariz apoyada sobre el piso de ónix
sus enormes párpados cerrados
la frente corroída por horribles arrugas
y el cuello hinchado por el célebre forúnculo que bulle de hormigas
se inmoviliza
extático en ese instante del crepúsculo todavía demasiado luminoso
mientras la membrana que recubre enteramente su boca
se endurece a lo largo de la angustiosa de la enorme langosta
aferrada inmóvil y apretada contra ella
desde hace cuatro días y cinco noches.
Todo el amor
y toda la embriaguez
del gran Masturbador
residía
en los crueles ornamentos de oro falso
que recubren sus sienes delicadas y blandas
e imitan
la forma de una corona imperial
cuyas finas hojas de acanto bronceado
se prolongan
hasta las mejillas rosadas e imberbes
y continúan sus fibras duras
hasta fundirlas
en el alabastro claro de su nuca.