miércoles, 29 de septiembre de 2010

Somos sombras en la noche ( de cabo polonio )

Jauz



No cabe duda. Ésta es mi casa
aquí sucedo, aquí
me engaño inmensamente.
Ésta es mi casa detenida en el tiempo.

No cabe duda. Ésta es mi casa.
Todos los perros y campanarios
pasan frente a ella.
Pero a mi casa la azotan los rayos
y un día se va a partir en dos.

Y yo no sabré dónde guarecerme
porque todas las puertas dan afuera del mundo.

Our choza en Cabo Polonio




Valisas Cabo Polonio Julio 2010
















Fragmentos de Henry Miller

"Con la niñera de mi hija estando una noche en el baño, después de haber permanecido ahí durante un tiempo sospechosamente largo, comencé a pensar ciertas cosas. Decidí espiar por el ojo de la cerradura y comprobar por mí mismo qué sucedía, para mi sorpresa estaba parada frente al espejo acariciando su pequeño gatito, casi hablándole. Me excitó tanto que al principio no supe qué hacer. Volví a la habitación, apagué las luces y me acosté en la cama, esperando que ella saliera. Mientras estaba acostado ahí todavía podía ver su sexo peludo y los dedos que parecían tamborilear sobre él. Me abrí el pantalón para que mi miembro se refrescara en la oscuridad. Traté de hipnotizarla desde la cama, o por lo menos hacer que mi miembro la hipnotizara. Vení acá puta, me repetía, y poné ese sexo sobre mí. Debe haber recibido el mensaje inmediatamente, porque un instante después se abría la puerta y tanteaba en la oscuridad para encontrar la cama. No dije una palabra, no hice el menor movimiento. Sólo mantuve mi mente fija en su sexo, que se movía silenciosamente en las tinieblas como un cangrejo. Finalmente estuvo al lado de la cama. Ella tampoco dijo una palabra. Solamente se quedó ahí silenciosa y cuando yo deslicé mi mano entre sus piernas movió un poco su pie para abrirlas. No creo que jamás haya tocado algo más jugoso en mi vida. Era como un engrudo corriendo por sus piernas y si hubiera tenido carteles hubiera podido pegar una docena o más. Después de unos momentos, tan naturalmente como una vaca inclina su cabeza para pastar, ella se inclinó y lo tomó en su boca. Le introduje cuatro dedos, frotándola hasta sacarle espuma. La boca de ella esta llena y le jugo se le derramaba entre las piernas. No dijimos una palabra. Sólo un par de maníacos trabajando pacíficamente en la oscuridad, como sepultureros. Era una paradisíaca manera de hacer el amor."

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“La mujer raras veces ríe, pero cuando lo hace es como un volcán. Cuando la mujer ríe, lo mejor que puede hacer el hombre es largarse al sótano refugio contra ciclones. Nada quedará en pie ante la carcajada vaginal, ni siquiera el hormigón armado. Cuando se le despierta la capacidad de reír, la mujer puede superar en risa a la hiena o al chacal o al gato montés. De vez  en cuando se la oye en una reunión de linchadores. Significa que se ha quitado la tapa, que todo vale. Significa que va a salir de caza… y ten cuidado, no te vaya a cortar los cojones. Significa que, si se acerca la peste, ELLA llega primero, y con enormes correas te arrancarán la piel a tiras. Significa que se acostará no sólo con Tom, Dick y Harry, sino también con el Cólera, la Meningitis y la Lepra: significa que se tumbará en el altar como una yegua en celo y aceptará a todos los que se presenten incluido el Espíritu Santo. Significa que demolerá en una noche lo que el pobre hombre tardó, con su habilidad logarítmica, cinco mil, diez mil, veinte mil años en construir. Lo demolerá y se meará en ello, y nadie la detendrá, una vez que empiece a reír en serio.”

/

“Hay conchas que ríen y conchas que hablan; hay conchas locas, histéricas, en forma de ocarinas y conchas lujuriantes, sismográficas, que registran la subida y la bajada de la savia; hay conchas caníbales que se abren de par en par como las mandíbulas de una ballena y te tragan vivo; hay también conchas masoquistas que se cierran como las ostras, con una perla o dos dentro; hay conchas ditirámbicas que se ponen a bailar en cuanto se acerca el pene y se empapan de éxtasis; hay conchas puercoespines que sueltan sus púas y agitan banderitas en Navidad; hay conchas telegráficas que practican el código Morse y dejan la mente llena de puntos y rayas; hay conchas políticas que están saturadas de ideología y que niegan hasta la menopausia; hay conchas vegetativas que no dan respuesta, a no ser que las extirpes de raíz; hay conchas adventistas que huelen como los adventistas del Séptimo Día y están llenos de abalorios, gusanos, conchas de almeja, excrementos de oveja y de vez en cuando migas de pan; hay conchas mamíferas que están forradas con piel de nutria e hibernan durante el largo invierno; hay conchas navegantes equipadas como yates, buenas para solitarios y epilépticos; hay conchas glaciales en los que puedes dejar caer estrellas fugaces sin causar el menor temblor; hay conchas diversas que se resisten a cualquier clasificación y descripción, con las que te tropiezas una vez en la vida y que te dejan mustio y marcado; hay conchas hechas de pura alegría que no tienen nombre ni antecedente y estas son las mejores de todos, pero ¿a dónde han ido a parar?”

martes, 28 de septiembre de 2010

Oliveira y la Maga

 «Los dos, Maga, estamos componiendo una figura, vos un punto en alguna parte, yo otro en alguna parte, desplazándonos (...) y poquito a poco, Maga, vamos componiendo una figura absurda, dibujamos con nuestros movimientos una figura idéntica a la que dibujan las moscas cuando vuelan en una pieza, de aquí para allá, bruscamente media vuelta, de allá para aquí, eso es lo que se llama movimiento brownoideo (...) y todo eso va tejiendo una figura algo inexistente como vos y como yo, como los dos puntos perdidos en París que van de aquí para allá, de allá para aquí, haciendo su dibujo, danzando para nadie, ni siquiera para ellos mismos, una interminable figura sin sentido» (34).

sábado, 25 de septiembre de 2010

El tiempo gran escultor. Marguerite Yourcenar. Capitulo 2

 II. Sixtina

 GHERARDO PERINI

 El Maestro me dijo:
 ‑Este es el hito que señala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten, cargados de recuerdos, cuando llegan aquí ya se han olvidado de Roma. Pues la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encontrarán, cuando llegue el día del gran despertar, como niños que nada saben del ayer. Gherardo, aquí está el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que hay por el campo como miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés cuyas raíces se hallan al descubierto y al que le cuesta vivir. Hay también una posada, y a ella acuden las gentes a beber. Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrán aquí entre semana para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres considerarán una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en todas partes ocurre lo mismo.
 No voy a ir más lejos, Gherardo. No te acompañaré más porque el trabajo apremia y yo soy un hombre viejo. Soy un viejo, Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser conmigo más tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos. Jamás encontré a una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una mujer que pudiera permanecer inmóvil durante horas, sin hablar, como algo necesario que no precisa actuar para ser, que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que ella sigue ahí. Una mujer que se dejara mirar sin sonreír ni ruborizarse, por haber comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras y sobre todo más fieles, sólo que son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso son menos frágiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de mármol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extraño entra en ellas para hacer que les estalle el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan para complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Y sé muy bien que la mayor parte de los hombres tampoco tienen de verdad un hijo: tienen a Tito, o a Cayo, o a Pietro, y no es la misma alegría. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecería a la imagen que me habría formado de él antes de que existiera. De ahí que las estatuas que yo hago sean diferentes de las que había soñado en un principio. Pero Dios se ha reservado para sí el ser creador conscientemente.
 Si tú fueras mi hijo, Gherardo, no te amaría más de lo que te amo, sólo que no tendría que preguntarme el porqué. Durante toda mi vida busqué respuestas a unas preguntas que quizá no tengan contestación, y excavaba en el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía unos colores para pintar unas paredes, como si se tratara de tocar simultáneamente unos acordes con un fondo de silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros no oímos.
 Así que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separación, aunque sea definitiva. Demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese mojón, y crees estar todavía aquí pero tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente, comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como él. No hay ni pasado ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado por el que avanzamos todos. Tú estás sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de inquietud, como si iniciaran ya un camino. Estás vestido con esas ropas de nuestra época que resultarán horrorosas o simplemente extrañas cuando haya pasado este siglo, pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don de ver, a través de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera verán los santos a las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son hermosos, es un suplicio también pero diferente. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarán por apoderarse de ti, pero en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde pinté tu imagen. Incluso si algún día, sólo te presentara tu espejo un retrato deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habrá, en algún sitio, un reflejo inmóvil que se te parecerá. Y de esa misma manera inmovilizaré yo tu alma. Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquellos a quienes pensamos abandonar. Tú me ataste y ahora me desatas. No te censuro, Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No estoy inquieto por los que aún no conoces y hacia los cuales vas, que quizá te estén esperando: el hombre a quien ellos van a conocer será distinto del que creía conocer yo y al que imagino amar. Nadie posee a nadie (ni siquiera los que pecan llegan a conseguirlo) y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lágrimas: más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos. Si te quedaras, puede que tu presencia, al superponerse, debilitara la imagen que deseo conservar de ti. Así como tus ropajes no son más que la envoltura de tu cuerpo, tú no eres para mí sino la envoltura del otro, del que yo he extraido de ti y que te sobrevivirá. Gherardo, tú eres ahora más hermoso que tú mismo.
 Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.

jueves, 23 de septiembre de 2010

De nosotros dos. Eduardo Mateo.



Sabes bien que después que tu siempre te apoyas...
y me miras
que me inspira
sé que tú lo sabes bien
si me inspiras
pero no alcanza donde se queda ella
si te estoy hablando
qué es lo que queda
si no te dice toda entera

Y siempre son dos
que dicen estoy solo
siempre por vos

                               Eduardo Mateo


Las palabras. Fito Paez

Las palabras hacen trampa
nunca creo en lo que nombran las palabras
las palabras del temblor y el desatino
las palabras que desvíen mi destino
las palabras son sagradas buen amigo
las palabras hacen trampa
nunca creo en lo que nombran las palabras
ahí se esconden muchos tontos importantes
pero como en toda tribu, todo libro y toda casa
las palabras nos enseñan el coraje
las palabras siempre se las lleva el viento
pero yo las necesito, somos dos viejos amantes
muy chiflados, muy astutos, desafiantes
son el arma con la que me das consuelo
el cuchillo que se hunde en mi pellejo
la apariencia siempre bien organizada
las palabras son traiciones de alto vuelo
las palabras me hacen falta
me hacen falta cien millones de palabras
las palabras me hacen trampa
nunca creo en lo que dicen tus palabras
a menos que ellas mismas manifiesten confusión
la tensión entre los versos y el lenguaje
la tensión entre los besos y el amor
son el arma con la que te doy consuelo
el cuchillo que te hundo en el pellejo
la apariencia siempre bien organizada
las palabras son traiciones de alto vuelo
las palabras me hacen falta
me hacen falta mil millones de palabras
las palabras del temblor y el desatino
las palabras que desvíen mi destino
las palabras son sagradas buen amigo
las palabras
no me creo lo que dicen
mis palabras son el centro del misterio
las palabras nos explican lo que nunca entenderemos
si fue cierto, fue mentira
o si al fin fue todo sueño
mis palabras
las palabras.




Artista es ...

“Artista es quien, habiendo penetrado en la profundidad de la vida, y habiendo visto en ella algo demasiado intolerable, surge de ese oscuro abismo con los ojos rojos y, desde esa mirada, traslada a la materia, al pensamiento o al lenguaje sus visiones.”

(Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 1995)


Aun en medio del casi paralizante escepticismo que muchos compartimos, descontentos con las derivas políticas y personales que nos circundan (“lo personal es político”, como indica acertadamente el aserto feminista), algunas experiencias toman cuerpo en nosotros; se vuelven consciencia encarnada en un cuerpo transitado por el lenguaje.

No es fácil sobrevivir al hecho de haber sido testigos involuntarios de actos intolerables que arrojan una fétida luz sobre la vida. No es fácil salir del abismo con los ojos rojos de la consciencia; sin esa ceguera protectora pero embrutecedora que nos ha acompañado hasta entonces. En ese momento en que hasta el horizonte parece más lejano, se inicia ese proceso de deshielo que tan bien describe María Mercè Marçal. Momentáneamente sin coraza, nos tambaleamos. Y surge entonces otra conciencia, a veces tímida pero persistente: una nueva verdad.

Así pues, sin grandes epifanías, surgen algunas interesantes tomas de conciencia respecto a la vida y al arte:

- No soporto la retórica inane del “yo mismo”, la narrativa del detalle personal celebrado hasta la naúsea presente en tantos y tantos escritos, sobre papel o en la red, que cimentan la inmovilidad colectiva de este presente tan reaccionario en el que estamos inmersos. Ojos rojos.

- No soporto que se condene al otro al silencio, que se le niegue la palabra, su singularidad, su expresión más íntima y verdadera. El silencio puede ser un arma letal, abominable, cuando se usa para anular al otro y excluirlo, condenándolo a la nada, a no existir en un universo muerto térmicamente que no tiene principio ni fin. Ojos muy rojos.

- No soporto la oportunista creación artística en la que se maquilla la crueldad y la injusticia a las que se hace referencia en el trasfondo con un  “toque estético” ad hoc, convirtiéndolas así en simples excusas artísticas, en vez de desmantelar las estructuras de poder que las sostienen y que son las que deben ser destruidas. (Como diría Adrienne Rich, “oportunismo no es lo mismo que implicada atención”. El arte debe alcanzar algo dentro de nosotros que es todavía – y a pesar de todo – apasionado, no intimidado e indómito). Ojos muy muy rojos.

- No soporto la poesía que no es un auténtico intercambio de energía. (Como decía Muriel Rukeyser, “No more masks! No more mythologies!“, porque la poesía puede generar un cambio de conciencia que puede a su vez modificar las condiciones de nuestra existencia). Ojos aún más rojos.

¿Qué tipo de poesía es deseable?, me pregunto. En palabras del poeta marxista Hugh MacDiarmid, que creía en un mundo sin Dios,

“una poesía con la cualidad de

ser un sostén contra la apatía intelectual (…)

Una poesía como un quirófano

que brilla con una luz repentina, hábil,

una energía tranquila y contenida y temerosamente alerta,

en la que el poeta existe sólo como una enfermera durante

una operación (…)”

Permanezcamos alertas.

(Trad. y texto,  Marisol Sánchez).

En una casilla de la rayuela Cortázar dice:

“Cada vez iré sintiendo menos y recordando más, pero que es el recuerdo sino el idioma de los sentimientos, un diccionario de caras y días y perfumes que vuelven como los verbos y los adjetivos en el discurso, adelantándose solapados a la cosa en sí, al presente puro, entristeciéndonos o aleccionándonos vicariamente hasta que el propio ser se vuelve vicario, la cara que mira hacia atrás abre grandes ojos, la verdadera cara se borra poco a poco como las viejas fotos y Jano es de golpe cualquiera de nosotros” Rayuela - Cortázar

lunes, 20 de septiembre de 2010

Julio Cortazar nos dice:

Esto ya pasó
Está pasando
Pasará
Y no pasó nunca
(Aquí va un mensaje al futuro)
Esto lo estoy tocando mañana

Soñadores sueñen hoy
Que escuchan este grito del pasado:
Esto lo estoy tocando mañana

Narración: Julio Cortázar

Monólogo dicho por Hendrik Höfgen, caracterizado por Klaus María Brandauer, en Mefisto de István Szabó.



Mis ojos no son mis ojos,
mis piernas no son mis piernas,
mi rostro no es mi rostro,
ni mi nombre es el mío …
porque yo soy actor.
... ¿Y sabes qué es ser actor?
El actor es una máscara
entre los hombres.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Cuento inédito de Julio Cortázar. La daga y el lis



LA DAGA Y EL LYS

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El correo salido ayer de tarde con la venia del duque habrá presentado al Ejecutor una somera relación de los hechos acontecidos en la noche del viernes veintiuno del mes que corre.
Dicha relación, dictada por mí al secretario Dellablanca, atendía a someter a la atención del Ejecutor los hechos inmediatos y las providencias de primera hora.
A tres días del suceso, vueltos los espíritus a una más ponderada vigilancia de sus ánimos y humores, fuerza es rendir debida cuenta de las muchas reflexiones, enredadas conjeturas y ansias de verdad que por todo ello corre.
El Ejecutor ha de encontrar en lo que sigue debida memoria de hechos y legítimo ejercicio del razonar sobre la sustancia de los mismos, que traen alterada la corte del duque y abren los oídos de la plebe a los más sediciosos rumores.
El Ejecutor no ignora en su saber que el difunto agente Felipe Romero, natural de Cuna de Metán, de diecinueve años, soltero, de estatura mediana, nariz recta, boca de labios finos, barbilla regular, cejas negras, ojos azules, cabello rubio rizado, barba afeitada, me asistía en la delicada tarea para la cual el Ejecutor tuvo a bien designarme.
La discreción de la camarera Carolina allanó las dificultades para que el agente Romero fuese admitido en calidad de paje en la cámara de mi señora la duquesa; tres meses y una semana precedió en este oficio a la muerte, habiendo ganado confianza y estima de sus señores, y aprovechado de ella sin mengua para adentrar en los engañosos silencios de palacio donde la historia crece envuelta en terciopelo.
julio-cortazar1.jpg picture by antoniosarabiaAsí, el informe elevado al Ejecutor en quince de mayo, conteniendo el pliego de consignas de los que conspiran contra Palacio, procedía tanto de la diligencia y afán del agente Romero, sagazmente ayudado por la camarera Carolina, como de mis propios barruntos que el Ejecutor ha tenido la bondad de alabar en otras oportunidades. De los agentes asignados a la misión a mi cargo, el difunto Romero sobresalía por méritos propios, que su extremada juventud recataba a ojos que miden saber por arrugas o truecan respeto por historiales. Su donaire le valía volteo de llaves y abandono de recelos; así mi señora la duquesa hubo de agraciarlo gentilmente con encargos y diligencias, cediendo en él labores que atañían a otros criados de su cámara, más remisos o desabridos.
De cada una de aquellas mercedes (que tales son las órdenes en labios de mi señora la duquesa) hubo el agente Romero de extraer provecho para la investigación, allegándome noticias y presunciones que el Ejecutor recibió en su día, oportunamente cernidas y glosadas.
Los hechos de la noche del viernes los conoce el Ejecutor en sustancia. Hallóse el cuerpo de Felipe Romero en la galería cubierta que conduce, viniendo de la poterna norte, a las salas de armas y cámaras del duque.
Cupo a la camarera Carolina el descubrirlo, con lo que perdió los sentidos y desplomóse sobre la sangre brotada de la garganta del finado. Digo finado, aunque ciertas revelaciones que el Ejecutor considerará más luego, permiten suponer una agonía prolongada, una muerte llena de delicadeza como cuadraba al ser en la que se ejercía.
Recobrada la camarera, alzó voces y vinieron con luces y visto fue el hecho. Yo llegué poco más tarde y era Felipe Romero el muerto. Vestía la víctima su jubón verde de paje, sus cintas bicolores, su gorro de pluma sola.
Por abajo del mentón le entraba una daga fina como un áspid, de cabo con rubíes, subiendo su hilo templado a perforar la lengua y los paladares, pasándole a la caja del cerebro para acabar su carrera en el recinto mismo del pensar y el acordarse. Yacía el muerto de espaldas, encogidas de lado las piernas y en cruz los brazos, crispados los dedos hacia abajo como probando de aferrarse al suelo.
Cuando le quité la daga mientras hombres le sostenían la cabeza, volcase el resto de la sangre sobre el arma y el pecho, sin faltar quien dijera que las manos se habían movido una vez.
Yo reparé en lo que había que ver e hice lo que cuadraba, y ya entonces acudía el duque con la gente de dentro. Díjele que era un paje, por no nombrarle y adentrar en su inteligencia la sospecha de que me era adicto, y él ordenó que acercaran las luces y se estuvo mirando al muerto, que también lo miraba sin verlo, y me miraba.
Un arquero le bajó los párpados, y el duque pidió la daga para imaginar la herida. Le respondí que arma era ya de la justicia, y dijo:
“Justicia es extraña palabra, mas acaso doblemente la merezca esa hoja”. Y como yo esperara, pues del esperar tengo mucho aprendido, fijóse en la herida y musitó: “Empalado lo han”. “Señor, que por abajo se empala”, dije.
Y él:
“No olvide el Investigador cómo los sesos y la lengua saco son a veces de inmundicia, y una daga en ellos más justa que los palos del turco”.
Julio3.jpg picture by antoniosarabiaEntonces agregó que era broma, como que lo maravillaba herida tan peregrina siendo que en muchas batallas jamás viera soldado apuñalado por la barba. Discutieron los otros, y yo aduje sin insistir que daga italiana es arma sutil, y que se va de la mano al enemigo y entra por doquiera como lluvia fina.
Cuando ordenaba a un alabardero quedarse cabe el cadáver, y volvíamos a la cámara mayor del duque, oyéronse clamores en los aposentos del ala menor de palacio, se alzaron luces, y por averiguación de criados supimos que la duquesa era enterada del suceso y condolida harto.
“Favor tenía el paje”, prorrumpió el duque torciendo el gesto. “Cuide el Investigador de que sea removido el muerto y ahorrada a mi mujer verle entre tanta sangre.”
Prometí que lo haría apenas acabadas mis providencias, y aguardé otras palabras. Volvióse el duque a sus dados, que los alternaba con el capellán, y ensimismóse sin esfuerzo. Yo pedí dos luces y retorné junto a Felipe.
Repare el Ejecutor en que la noche era sin luna y agobiada de tinieblas la galería.
Pudieron matar a Felipe sin darle tiempo a ver venir el golpe, y él mismo andando por el sitio no ofrecía más blanco que una sombra entre otras. Asómbrame lo certero del golpe, allí donde un error de nada hubiera envainado la daga en el aire, alertando al atacado.
El Ejecutor sabrá cuán azaroso es golpear en el magro espacio que dejan los maxilares y el nacimiento del cuello, y que apenas el asentir de la cabeza oculta. De mozo entendíame con mis hermanos en arte de montería, siendo frecuente que probáramos la vista y la suerte en herir al jabalí dándole en convenido lugar. Y porque llegué a hacerlo como me venía en gana, sé del repetido trabajo que requiere.
Despedidos el alabardero y los criados, fijos los hachones a las anillas de la pared, bajéme a ver con los ojos lo que antes viera con los pulsos.
Sepa el Ejecutor que esta memoria nace de la reflexión y el debate en horas sustraídas al mundo de palacio, fijo el entendimiento en la suerte del agente Romero, en los azares o conjunciones que hicieron de él un cadáver que para mí guardaba una última palabra.
Sepa el Ejecutor que la palabra era un lis, trazado por su mano derecha en el mármol donde la sangre una vez más hizo de tinta para la historia.
Junté la flor del duque y el lugar, los medí sin parcialidad ni favor, y vi lo que estoy diciendo. Bien que el agente Romero no fuera extraño a las cámaras del duque, su lugar estaba allende, cabe su señora y ama, y aún más de noche antes del retiro de los séquitos y los asistentes, por ser hora de últimas órdenes y disposiciones.
Supo la víctima que moría, anegóse en su sangre, alcanzó a trazar el lis en la tiniebla, con el último calor de su mano derecha. Y yo lo vi el primero, como él debió esperarlo, y lo borré al bajarme para desgajar el puñal, antes que asomara el duque.
Digo que muerto fue el agente Romero en cuarteles que señalan al ejecutor; atraído por aviesa orden o convite gentil, vino a los aposentos del duque y no alcanzó a llegar; supo de su matador por lumbre de estrellas o bisbiseo de venganza, y lo nombró por su nombre figurado.
Dos razones tuvo el asesino para matar o hacer matar a Felipe:
El favor de la duquesa, manifiesto en cacerías y juegos corteses, y la sospecha de que estaba a mi servicio reuniendo voces y señales de la conjura contra Palacio.
De la primera razón dan fe los clamores de su ama y el escarnio del duque al cadáver; de la segunda cábeme el medir la fuerza por mi propia labor amenazada, mi hora que quizá por otra galería viene.
A ambas junto para señalar la culpa del duque y encarecer las prontas decisiones de Palacio, al que esta sangre lejana mostrará la inminencia de un golpe más universal, la rebelión latente que este crimen emboza y fortifica.
Separéme de Felipe para visitar las cámaras de la duquesa, donde las luces no cejaban; hallé a las camareras desaladas, descoloridos los pajecillos del aguamanil, caídas las piezas del juego que había jugado mi señora mientras tañían las vihuelas de la recreación.
Allegóse la camarera Carolina, fingiendo mayor desánimo que las otras. Díjome que la duquesa guardaba el lecho, con luces vecinas y el cuidado de la nodriza; recordó que había jugado hasta el toque de relevo, y pedido luego licencia a su contendiente, que lo era el confiscador Ignacio, para contemplar la carta del cielo en procura de conjuraciones vaticinadas por su astrólogo.
A su retorno, que lo fue sin luces por mejor ver las estrellas, quejóse de una interpuesta nube y del relente. Por no descuidar nada, mandé a la camarera fuese a reparar en su ama sin ser vista, y trájome cuenta de su olvidado semblante, su reposo en brazos de la nodriza, que con los arrullos de niñez había rescatado la sonrisa en el rostro de mi señora.
Despedí a Carolina por mejor pensar, y me estuve moviendo las piezas del juego, encontrando más simple sus muchos azares que el ya acabado con su alfil caído al borde del damero.
Y por alfil saqué señor, y también la fatiga y la tristeza trajéronme la imagen de los dos platicando en el patio de armas, la diestra del duque apoyada en el hombro de Felipe, condescendencia del grande que alza así al pequeño para salvarse de ocio un breve rato.
También me vino al recuerdo la vuelta de las justas el día de San José, en que hirióse el duque en el brazo por desafortunado lance, y Felipe teniéndole las bridas del caballo por no dejarle sufrir.
Así dado a fantasmas, alcé la daga para interrogar su forma, admirándome de pronto el escarnio del duque parado ante el muerto, debatiendo si no protegería un nombre que en su mente se alzaba, o si entendía acallar con su ceñudo continente los recuerdos ajenos donde su mano volvía a posarse en el jubón del paje o se quedaban sus ojos puestos en el cabello que de rubio devoraba el sol de las terrazas.
Ardua tarea la de matar rumores; cobíjanse en las colgaduras y doseles, remontando sus figuras por detrás de los párpados; y los grandes saben de su acoso sin lástima.
Así vime llevado a pasar de una reflexión a la sombra que la daga declinaba en el damero; y de mirar el juego de mi señora la duquesa, truncado por las noticias de fuera, me nació el meditar en la infrecuente herida del agente Romero, delatora acaso de una mano aplicada a labores menos graves.
Y más luego, luchando en mi interior con este inmóvil alterarse de las piezas en el damero, dime a mí mismo el ejemplo de Judith y de tanta vengadora que en los pasillos del tiempo repite una y mil veces su hecho para maravilla de hombres y libros.
Vi verterse una sangre en el damero, la forma de un lis bajo unos dedos arañando el mármol, y el lis es flor ducal y muestra lo que el Ejecutor ha de estar viendo conmigo. Fingió el duque, supo verdad; si cubría con su burla el brillo de pasadas justas, también protegía dolorosamente a quien de él en Felipe se vengaba; salvábase a sí mismo salvando a la homicida.
Y vea el Ejecutor esto que solo se agrega: nadie muriendo de herida tal, espumando sangre con la partida lengua, podría en la tiniebla hallar consejo de sí mismo y delatar a su asesino por dibujo de lis.
Bajándose a beber de esa enconada agonía, la matadora urdió los pétalos que la mirada de los otros llamaría duque. Inocente es éste, bien que encubridor involuntario.
Y la duquesa debe ser prontamente arrancada de esa sonrisa que desde el sueño le alcanza la venganza cumplida.
Porque tenga el Ejecutor la entera máquina de tan confuso acontecer, estuve luego en la cámara del médico donde yacía el despojo del agente Romero. A la luz de los hachones víle desnudo por primera y última vez en la alta mesa del cirujano; marchóse el médico y quedamos solos.
¿Por qué habría de negarme al testimonio de quien, al menos en apariencia, supo escribir después de muerto?
Junto mi rostro al rostro de Felipe, busqué en sus ojos otra vez misteriosamente abiertos la imagen de la verdad, un zodíaco de nombres en su mortecino cielo azul velado.
Vi sus labios donde secábase la sangre como un sello de clausura, vanamente pregunté al mármol de su oreja donde el sonido se estrellaba y caía. Mas de tanta negación hube de atisbar en Felipe una respuesta, un afirmarse a sí mismo como respuesta, un contestar su propio cuerpo por nombre, un horrible nombre invasor y tiránico.
Como si de pronto, por el puente de los rostros contiguos, pudiera él pensar con mi pensamiento, ser yo mismo en la revelación instantánea.
Y oí su nombre dicho tantas veces, su nombre repetido, solamente su nombre. Apelé a la reflexión, tapándome los ojos, pero después miré la herida del mentón y me acordé del grande Áyax, de los que se matan por filo, se tiran sobre un arma.
Teniéndola con ambas manos, evitado de verla por la sombra y la postura, le bastó empujar una sola vez mientras sumía la cabeza en el pecho, y el resto fue dolor y confusión agónica. Con las mismas manos que habían tenido la brida del caballo del duque a la vuelta de las justas se mató Felipe, lo sé de pronto como se sabe que el día ha llegado o que el vino del alba olía a violetas.
Y digo al Ejecutor que sabiendo excuso, aunque el excusar me arrastre mañana en la caída del agente Romero.
Excuso una muerte a ciegas, un darse el silencio a través de la lengua; mido, como medí junto al frío cadáver desnudo de Felipe, su abominable valor a la hora de la decisión.
Creo que llevaba en la inteligencia las claves y las pruebas de la conjura del duque contra Palacio, y que no fue capaz de traicionarlo después del brillo de las justas y el prestigio de favores que imagino.
Fiel hasta esa noche al Ejecutor y a mí, acosado por una división que la dura mirada de sus ojos resumía, se refugió en la muerte como el niño que era. Inocentes resultan los duques, discretos esperan de mi discreción el final de una confusa tarea que para mí dura todavía, después que cerré finalmente los ojos de Felipe, lo vestí con mi ropa de Palacio, lo puse en un féretro de ébano sin herrajes ni figuras, y al alba del domingo dejé entrar la luz y los criados que se lo llevaron a una fosa abierta en secreto.
Si el Ejecutor lo manda, sabrá donde está enterrado sin nombre ni sentencia: era una criatura maligna y hermosa, es bueno quizá que haya desaparecido cuando dejaba de serme adicto.
Aparte de lo informado, agrego que en la tarde del domingo me hizo llamar el duque para pedirme la daga.
Esto ocurrió después que yo le había avisado que la investigación iba a cerrarse sin más por falta de pruebas materiales, y que mi informe a Palacio sostendría que el agente Romero se había suicidado.
El duque volvió a pedirme la daga, que yo llevaba limpia y envainada para no dejársela a nadie. Me negué atentamente, y hasta le dije:
“Cómo le voy a prestar un arma que es de la justicia”.
Se puso pálido de coraje, y dijo algo como que las cosas estaban muy turbias y que él se iba a ocupar personalmente de averiguar la procedencia del arma.
Cuando yo me iba, agregó:
“Nunca le vi esa daga a Felipe Romero”.
No sé por qué, tanta seguridad en el inventario me enfureció. Cualquiera puede saber que la daga no era de Felipe, y hasta averiguar de qué vaina salió para matarlo.
No solamente el duque sabe eso; pero tampoco es obligación que un hombre se mate con su propia daga. A la daga y al lis pueden pensárseles muchos dueños.
Todos sabemos herir, y todos podemos dibujar tres pétalos con sangre.
Lo que creo es que el duque está empezando a mostrar lo que en la noche del viernes tapaba con su burla.
Le duele Felipe, le duelo yo, nos dolemos los dos si nos miramos. Pero yo digo:
¿Por qué un duque, ese hombre de reyes, se impacienta por una muerte sin importancia?
Se impacienta porque esa muerte está llena de importancia, porque detrás viene la duquesa y vengo yo, sobre todo vengo yo. A mí me parece que detrás de eso vengo yo para el duque.
Entonces fuerza la situación, habla de encontrar al dueño del arma para echar sospechas sobre ese pobre hombre a quien a lo mejor Felipe se la quitó en secreto para matarse.
Y si el duque fuerza la situación y busca un supuesto culpable, es que quiere protegerse o proteger a la duquesa; es que ese perro está tratando de echarle el fardo a otro, y lo hace por la ramera de su mujer o por él mismo.
Está claro que es culpable, que mató a Felipe, y que Felipe dibujó el lis mientras se moría, con la última fuerza de su pobre mano dibujó el lis para que yo lo viera y reclamara el castigo del duque, o de la duquesa, o de los dos, del ama de Felipe y del amo de Felipe: el castigo y la muerte de los dos inmediatamente

sábado, 4 de septiembre de 2010

Voy a beber tus ojos rojos... voy a cantarte una canción de am***r



Recordé la mirada de María fija en el árbol de la plaza, mientras oía mis opiniones; recordé su timidez, su primera huida. Y una desbordante ternura hacia ella
comenzó a invadirme: Me pareció que era una frágil criatura en medio de un mundo cruel, lleno de fealdad y miseria.
Olvidé mis áridos razonamientos, mis deducciones feroces. Me dediqué a imaginar su rostro, su mirada —esa mirada que me recordaba algo que no podía precisar—, su forma profunda y melancólica de razonar. Sentí que el amor anónimo que yo había alimentado durante años de soledad se había concentrado en ella. ¿Cómo podía pensar cosas tan absurdas ?
Traté de olvidar, pero no pude.

Ernesto Sábato