jueves, 12 de mayo de 2011

Diario de Golondrina Amélie Nothomb Fragmento




Nos despertamos en medio de la oscuridad, sin saber nada de lo que sabíamos. ¿Dónde estamos, qué ocurre?
Por un momento, no recordamos nada. Ignoramos si somos niños o adultos, hombres o mujeres, culpables o inocentes. ¿Estas
tinieblas son las de la noche o las de un calabozo?


Con más agudeza aún, ya que se trata del único equipaje que tenemos, sabemos lo siguiente:
estamos vivos. Nunca lo estuvimos tanto: sólo estamos vivos. ¿En qué consiste la vida en esta
fracción de segundo durante la cual tenemos el raro privilegio de carecer de identidad?

En esto: tener miedo.

No obstante, no existe mayor libertad que esta breve amnesia del despertar. Somos el bebé que conoce el lenguaje. Con una palabra podemos
expresar este innombrable descubrimiento del propio nacimiento: nos sentimos propulsados hacia el terror de lo vivo.

Durante este lapso de pura angustia, ni siquiera recordamos que al salir de un sueño pueden producirse fenómenos semejantes. Nos levantamos, buscamos la puerta, nos sentimos perdidos, como en un hotel.

Luego, en un destello, los recuerdos se reintegran al cuerpo y nos devuelven lo que nos hace las veces de alma. Nos sentimos tranquilizados y decepcionados: así que somos eso, sólo eso.

Enseguida se recupera la geografía de la propia prisión. Mi cuarto da a un lavabo en el que me empapo de agua helada. ¿Qué intentamos
limpiándonos el rostro con una energía y un frío semejantes?

Luego el mecanismo se pone en marcha. Cada uno tiene el suyo, café-cigarrillo, té-tostada o perro-correa, regulamos nuestro propio recorrido para experimentar el menor miedo posible.


En realidad, dedicamos todo nuestro tiempo a luchar contra el terror de lo vivo. Inventamos definiciones para huir de él: me llamo tal, tengo un curro allí, mi trabajo consiste en hacer esto y lo otro.

De un modo subyacente, la angustia prosigue su labor de zapa. No podemos amordazar del todo nuestro discurso. Creemos que nos llamamos Fulanito, que nuestro trabajo consiste en hacer esto y lo otro pero, al despertar, nada de eso existía.
Quizá sea porque no existe.

Todo empezó hace ocho meses. Acababa de vivir una decepción amorosa tan estúpida que ni siquiera merece la pena hablar de ello. A mi sufrimiento había que sumarle la vergüenza del propio sufrimiento. Para prohibirme semejante dolor, me arranqué el corazón. La operación resultó fácil pero poco eficaz. El lugar de la pena permanecía, ocupándolo todo, debajo y encima de mi piel, en mis ojos, en mis oídos. Mis sentidos eran mis enemigos y no dejaban de recordarme aquella estúpida historia.

Entonces decidí matar mis sensaciones. Me bastó con encontrar el conmutador interior y oscilar en el mundo del ni frío ni calor. Fue un suicidio sensorial, el comienzo de una nueva existencia.


Desde entonces, ya no tuve dolor. Ya no tuve nada. La capa de plomo que bloqueaba mi respiración desapareció. El resto también. Vivía en una especie de nada.

Superado el alivio, empecé a aburrirme de verdad. Pensaba en volver a accionar el conmutador interior y me di cuenta de que no era posible.
Aquello me preocupó.

La música que antes me conmovía ya no me provocaba reacción alguna, incluso las sensaciones básicas, como comer, beber, darme un baño,
me dejaban indiferente. Estaba castrado por todas partes.

La desaparición de los sentimientos no me pesó. Al teléfono, la voz de mi madre sólo era una molestia que me hacía pensar en un escape de agua. Dejé de preocuparme por ella. No estaba mal.

Por lo demás, las cosas no marchaban bien. La vida se había convertido en la muerte.

Lo que activó el mecanismo fue un disco de Radiohead. Se llamaba Amnesiac. El título le iba bien a mi destino, que resultaba ser una forma de amnesia sensorial. Lo compré. Lo escuché y no experimenté nada. Aquél era el efecto que, en adelante, me producía cualquier música. Ya empezaba a encogerme de hombros ante la idea de haberme procurado sesenta minutos suplementarios
de nada cuando llegó la tercera canción, cuyo título hacía referencia a una puerta giratoria.


Consistía en una sucesión de sonidos desconocidos, distribuidos con una sospechosa parsimonia.
El título de la melodía le venía como anillo al dedo, ya que reconstruía la absurda atracción que siente el niño por las puertas giratorias, incapaz, si se había aventurado, de salirse de su ciclo. A priori, no había nada conmovedor en ello, pero descubrí, situada en la comisura del ojo, una lágrima.


¿Acaso era porque hacía semanas que no había sentido nada? La reacción me pareció excesiva.
El resto del disco no me provocó más que un vago asombro causado por cualquier primera audición.
Cuando terminó, volví a programar el track tres: todos mis miembros empezaron a temblar.
Loco de reconocimiento, mi cuerpo se inclinaba hacia aquella escuálida música como si de una ópera italiana se tratara, tan profunda era su
gratitud por, finalmente, haber salido de la nevera.
Presioné la tecla repeat con el fin de verificar aquella magia ad libitum.

Cual prisionero recién liberado, me entregué al placer. Era el niño cautivo de su fascinación por aquella puerta giratoria, daba vueltas y más vueltas por aquel cíclico recorrido. Parece ser que los discípulos de la escuela decadentista buscan el desenfreno de todos los sentidos: por mi parte, sólo tenía uno que funcionara pero, por aquella rendija, me embriagaba hasta lo más profundo de
mi alma. Uno nunca es tan feliz como cuando encuentra el medio de perderse.

Después comprendí: lo que en adelante me conmovía era lo que no se correspondía con nada común. Si una emoción evocaba la alegría, la tristeza, el amor, la nostalgia, la cólera, etc., me dejaba indiferente. Mi sensibilidad sólo se abría a sensaciones sin precedentes, aquellas que no podían clasificarse entre las malas o las buenas. Desde entonces, ocurrió lo mismo con lo que me hizo las
veces de sentimientos: sólo experimentaba aquellos que vibraban más allá del bien y del mal.

El oído me había hecho regresar entre los vivos.
Decidí abrir una nueva ventana: el ojo. Parecía que el arte contemporáneo estuviera concebido para los seres de mi especie.

Se me vio en lugares a los que nunca había ido antes, en las exposiciones del Beaubourg, en la FIAC. Miraba propuestas que no tenían ningún sentido: era lo que necesitaba.

Para el tacto, lo tenía difícil: en los tiempos en los que todavía no era frígido, había probado la vela y el motor. Así pues, carecía de un territorio sexualmente novedoso y pospuse la solución a este problema.





Título de la edición original:

Journal d’Hirondelle

Amélie Nothomb

Traducción de Sergi Pàmies