sábado, 30 de octubre de 2010

Retrato de una mujer detráz de un antifaz. Maria Rosa Lojo




Silvina Ocampo fue una escritora exquisita, a veces opacada por quienes la rodeaban. Un grupo de críticos rescata su perfil multifacético, la (re)lee y destaca “nuevos” matices.
Por MARIA ROSA LOJO



Pintora engañosamente naïf, poeta rimadora y musical en épocas de versolibrismo más o menos prosaico, narradora “incorrecta” en lo estructural y en lo político, Silvina Ocampo estuvo durante mucho tiempo condenada a la invisibilidad, como todos los seres inclasificables. Ella misma, hay que decir, censuró y aborreció su propia imagen. Hermana menor en una familia numerosa de mujeres regularmente bellas, encabezadas por una primogénita deslumbrante, optó por la diferencia. Sería la rara, la distinta, la horrible, aunque sus retratos de juventud (aquellos pocos donde realmente es posible verla) no convaliden tanta minusvalía autoperceptiva.

La “fealdad” de un rostro no convencional o “irregular” pronto se pondrá en paralelo con las rarezas y anomalías que se advierten en su escritura. La primera en captarlas es justamente Victoria, su hermana casi antípoda, en la reseña del libro inicial de cuentos: Viaje olvidado (1937). Como ya se ha señalado (Goldchluck, Podlubne y otros), allí destaca con clara intuición (aunque desde su estética no los apruebe) esos rasgos que marcan la inquietante extrañeza de Silvina, también como literata.

Desde hace unos años la crítica se ha propuesto compensar a esta artista multifacética de su larga existencia elusiva y secundaria. La compilación La ronda y el antifaz. Lecturas críticas sobre Silvina Ocampo (Facultad de Filosofía y Letras - UBA) es el último resultado argentino de tal empresa reivindicatoria. Se trata de un abanico de lecturas agrupadas por ejes icónico/temáticos: “Figuras”, “Lugares”, “Interiores”, “Relaciones”. Metáforas que aluden preferentemente al espacio para dar cuenta de una poética ilocalizable, de identidades en perpetuo movimiento, de borradas fronteras genéricas textuales y sexuales. Respondiendo a la incitación y orientación de las dos compiladoras (y también coautoras): Nora Domínguez y Adriana Mancini (Universidad de Buenos Aires) se han reunido aquí Sylvia Molloy, Jorge Panesi, Jorge Monteleone, Daniel Balderston, Valentín Díaz, José Amícola, Annick Mangin, Mónica Zapata, Judith Podlubne, Graciela Tomassini, Noemí Ulla, Gloria Pampillo, Andrea Ostrov, Anahí Mallol, Cecilia Fangmann, Adriana Astutti, Eduardo Paz Leston, críticos, traductores o incluso escritores de reconocida trayectoria, que contaron con la colaboración especial del poeta y pintor Hugo Padeletti, autor de las obras que ilustran el libro.

La riqueza y coherencia de las aproximaciones permite que las “entradas” y “salidas” sean múltiples e indistintas, en el sentido de que se puede comenzar por cualquiera de ellas. De una forma u otra, el lector se (re) encontrará siempre, desde diferentes ángulos, con dos experiencias vertebradoras de la narrativa de Ocampo: lo siniestro y lo maravilloso, propias de una visión oblicua, deformada y descentrada, de una subjetividad en (des) construcción y/o proliferación, de una realidad inestable donde los espejos mienten y los objetos poseen una oscura e indominable autonomía.

El famoso retrato de Sara Facio que muestra a Silvina (o “Silvia”, nombre familiar, o “Ilvina”, como le hubiera gustado ser llamada), con la cara tapada por el antifaz de su propia mano abierta, es una de las imágenes más analizadas por los críticos. La que de esta manera rechaza el acceso a su rostro (en un gesto inverso a su sobre expuesta hermana mayor) inventará una multitud de caras apócrifas (Monteleone) que ocultan acaso el vacío del yo, la banalidad del yo, traspasado y trascendido por otras categorías que llegan desde la mística y sus formas de sabiduría negativa para poner en cuestión los pilares de la racionalidad occidental (Díaz).

Reacia a los cartabones de la identidad como limitación, fascinada por lo excesivo, lo bizarro, lo monstruoso, lo que rompe los límites, los cruza, o los desborda, la poética de Silvina Ocampo ataca particularmente las formas representativas convencionales del género sexual, como lo muestran en excelentes abordajes José Amícola, Graciela Tomassini, Andrea Ostrov y sobre todo Annick Mangin. Este trabajo de zapa se liga al saboteo de las jerarquías sociales y a la “travesía de los géneros”: la “transgenericidad” textual (Mangin). Mezcla con desenfado los más variados registros literarios y niveles de lengua, en relatos donde conviven el horror y el humor, lo lírico y lo paródico, lo maravilloso, lo fantástico, la sátira de costumbres, lo carnavalesco y lo trivial. Sus héroes preferidos son los mendigos, los ancianos, los deformes, los excluidos y subalternos, en un cosmos personal que rompe con las leyes del pensamiento binario y con la adecuación de las representaciones sociales y sexuales a sus modelos previsibles. En esas prácticas, aunque singularísima, tiene “hermanas” (Lange y Pizarnik, trabajadas en este libro). Ellas y otras escritoras (Estela Canto, Sara Gallardo, Amelia Biagioni) dibujan una línea estético-ideológica de fuerte presencia en la literatura argentina escrita por mujeres.
Silvina Ocampo, rebelde a la domesticación, abandonó a los noventa años esta tierra que siempre supo inexplicable, como una “niña vieja” que se negó a convertirse en una mera “persona adulta”. Quizá porque sólo desde la estatura de los niños se aquilatan las verdaderas medidas de la realidad, y entonces es necesario decrecer progresivamente, como sus personajes de “La raza inextinguible”: “algunos, entre nosotros, afirman que al reducirnos, a lo largo del tiempo, nuestra visión del mundo será más íntima y más humana.