domingo, 6 de diciembre de 2009

Revelaciones. II

Los días nublados no te ofenden con la claridad. Bajas la cabeza requerida por la minucia terrena y el arduo crepitar de los suelos y el leño demasiado nuevo. He aquí la casa y la hoguera y el panal. No vayas a buscarlos más lejos: tu cabeza es la copa y el surtidor. Todo lo apresta quien mira, el que ensalza lugares y lagares consumidos por otros, sin agotarlos nunca. He aquí la memoria de tu estirpe difusa. Te han legado la grava y el cincel y las calles ventosas en las últimas cuevas del Sur, cuyos techos son el cielo sin límite. Caminas entre los zarzales de la niebla, con el frío, tu perro cazador. ¡Aleluya! Has rescatado lo que no se ve. ¡Píntalo!, dicen. El horizonte otea y jadea. Qué lobo es y qué azul, como si la fiereza supiese ser pura… Entre tanto amor de la tierra que te es dado la lucha se privilegia, se enaltece a sí misma con su hierro en tensión y su inflexible grito de alborozo. Aquel rayo que lanza lo indominable tiene amor: ama al ser. Nacemos en la lid, cuya más íntima quietud es combativa, cuyo más ávido temblor es tan sereno.