II
Son los ojos de la oscuridad, los ojos de aquello aún en lo más claro está cubierto. Son los que miran sin que puedas adivinar su color, los que susurran y compadecen en su impiedad de faro desnudo, de murallón levantado en la más alta noche.
Las olas dan, una y otra vez sobre la niebla. Las olas dan, pródigas de sí mismas, una terrible dádiva que no cabe en la mano humana, un oráculo que ningún oído traduce, un esplendor para unos ojos más densos. Para los ojos de la tiniebla que giran en el borde del tiempo, suspendidos, a punto de caer sobre el tibio amor de la inocencia que aún no siente, sobre el anhelo del pensamiento que ignora, sobre las cosas del día, las que viven su vida leve en las amarras de la tierra firme, no maduradas por ninguna muerte.