Murió durante la estación más gélida, en la ciudad más solitaria del mundo: Nueva York, 15 de mayo de 1967. La moda del expresionismo abstracto le había dejado fuera de juego. Se llamaba Edward Hopper.
Los cuadros de Hopper ilustran poemas no escritos que hablan del hastío extrañamente bello y dilatado de la vida cotidiana y de esos paisajes a los que todos, menos él, apenas prestamos más que un vistazo fugaz y levemente angustiado. En cierto modo, nos obligan a mirar, a mirarnos: quiénes somos, de dónde viene nuestra vida, adónde va... Faros, cabañas en Nueva Inglaterra o Carolina del Sur, algunas veces Nueva York, cafeterías, la vitrina de una tienda que con su macilenta iluminación subraya la insondable soledad de la calle y la noche, gasolineras y estaciones en mitad de ninguna parte, navegantes inmovilizados por la resaca, teatros, cines, vagones de tren, ventanas abiertas, restaurantes, moteles de carretera...: lugares todos donde la soledad y el vacío son los huéspedes más visibles. “Lo más importante para mí es la sensación de estar de paso. Descubriendo la intensa belleza de todas las cosas cuando estás viajando, cuando tu vida se transforma en una especie de película”.
En su gusto por los objetos y los personajes ordinarios se adelanta al Pop Art (pero, qué atmósferas más distintas: tan parecidas como un cuento de Salinger o Carver y un episodio de Bill Cosby o Mujeres desesperadas).
La casa proyectaba su sombra de todas las tardes. En un punto indeterminado entre las cuatro y las cinco y media. Una región de praderas civilizadas, al norte. Un paisaje dorado y pálido. Por encima: un estrato ligero y extenso que a su paso nublaba las suaves lomas que aparecían detrás. El azul del cielo en ese momento en que el día se calma.
Siempre pintaba otra cosa. Nunca lo que se proponía: esa inocencia pura e indiferente que se alzaba tras el lienzo, más allá de los horizontes de su imaginación y sus intenciones. Aquí el ser humano. Y del otro lado: ella.
En una casa alquilada, cerca de allí, pasaban los veranos. También la chica pintaba. Aquella luz de sol tibio, apenas velado. Aquellas casas solitarias y de líneas puras.
Dos espigadas chimeneas de ladrillo y contorno cuadrangular. Tejado de tersa pizarra negra a doble vertiente. Un pequeño zócalo rojizo. Los cristales de la ventana del cobertizo, unidos por junturas metálicas pintadas de un rojo mustio. Los batientes de las contraventanas (con láminas de madera como las de una persiana) de verde caqui.
El vestido de la muchacha se inflaba, ahuecado por el aire; no se había abrochado los botoncitos que subían desde el pecho hasta el cuello de estilo japonés. La relajada velocidad que le imprimía a su bicicleta se sumaba al viento lento y algo húmedo que peinaba la pradera. A Ed, que iba detrás, le gustaba el efecto de aquel globo de fino estampado y las oscilaciones rítmicas de su trenza rubia. De vez en cuando sonreía y pedaleaba un poco más deprisa. Estaba enamorado hasta del más mínimo de sus movimientos, la seguía y espiaba la belleza de aquella luz suave sobre su cabello, su vestido, sus brazos, sus calcetines, sus blancas zapatillas de tenis. Se puso a su altura, cosa que no le supuso ningún esfuerzo extraordinario, para poder oír su voz, para charlar con ella.
Cuando se estremece el delgado lienzo que separa el mundo exterior de la intimidad de sueño, misterio y piedad, Edward Hopper coge su pincel y pinta sobre él.