sábado, 26 de septiembre de 2009

El miedo. Silvina Ocampo



Querida Alejandra:

Acude a mi memoria la calandria del bosque, aquella
que me salvaba con su canto de todos los miedos. Tenías miedo y me dejabas
por eso la puerta abierta. Me obligabas a dejarla abierta. Yo la dejo cerrada
porque tengo miedo. Estoy en una casa enorme, casi deshabitada. En el primer
piso, la gente se fue de vacaciones; en el segundo, nadie habita porque está el
piso en refacción; en el tercero, nadie, porque está en venta; en el cuarto, dos
personas entre una multitud de cuadros; en el quinto, yo; en el último, lavaderos
impredecibles. De todos lados se puede entrar en esta casa: por la azotea, que
tiene numerosas puertas de vidrio; por el piso bajo, que tiene varias entradas
arbitrarias abiertas; por las ventanas sin persianas que se abren sobre un jardín
abandonado. ¿En qué parte del cuerpo se localiza el miedo? ¿En qué parte se
multiplica? ¿En el centro del pecho?. En el nacimiento de la garganta va bajando
hasta el estómago, se demora en las piernas, en las rodillas preferentemente, y
llega hasta los pies, sube de nuevo y castiga los brazos, le pone guantes a las
manos y un corpiño ajustadísimo al pecho. Yo aconsejaría no consultar ningún
espejo cuando el miedo coloca la mano sobre la garganta. La supresión del
miedo causa estragos, no permite que el pelo obedezca a ningún cepillo, a
ningún peine. Arrodillarse no es posible, sentarse tampoco, ponerse de pie no es
admisible, aunque uno quiera huir a toda costa e intente hacerlo. La petrificación
es inevitable. La sensación de ser piedra o de ser hielo o de ser objeto herido
que envidia la suerte de cualquier hombre que está pasando por la calle. El
corazón late, único signo de vida que no deja respirar. Las maderas crujen,
suena un timbre. ¿Quién es?. Al aproximarme a la puerta, el timbre deja de
sonar. ¿Quién?. Nadie contesta. Vuelve a sonar. ¿Quién llama?. Nadie contesta.
Entonces, entonces, ¿qué se me ocurre?. Nace la idea de la salvación, para no
estar sola, porque la salvación está en conseguir que el miedo resida tal vez en
gran parte en la soledad. Si una voz no contesta, surge el miedo que responde.
Quise ardientemente ser dos personas. Nunca Dios ha desoído mis súplicas. Me
apliqué durante años en ser dos personas. Que nadie diga que soy frívola o
mentirosa. Hay muchos miedos, tantos como pelos tenemos en la cabeza, que
han invadido la televisión que hasta dan ganas de no escribir sobre ellos ni
pensar en ellos. El miedo a la oscuridad, a la luz, a la nitidez, a la vaguedad; el
miedo al conocimiento y a la ignorancia; el miedo a esperar, a dejar de esperar;
el miedo a la infancia, a la madurez, a la vejez, a ninguna edad; el miedo a uno
mismo, al objetivo panorámico, al objetivo microscópico, al desplazamiento, a la
desaparición, a la penumbra, a la inmovilidad, a los hombres con cara de
animales, a los animales con cara de hombres, a las entrañas de la tierra, a las
propias entrañas, al silencio absoluto, al ruido, a lo que ven nuestros ojos, a lo
que se esconde, a lo que palpa la mano, a la violencia de la inercia, a la
sociedad, al apetito, a vegetar, a rememorar, a olvidar, al conglomerado de la
nada, a lo divino, a lo diabólico, a ser o no ser, a los astros, a lo sobrehumano, a
lo humano, a bramar, a la transformación, a la transmigración del llanto, prólogo
de la ausencia, al temblor próximo de la presencia, al polvo que oblitera las
formas, a la aspiradora que las renueva, al alarido, a todas las formas de los
relojes y de los espectáculos, al reino de los insectos y de la crueldad, disfraz de
la bondad que nadie percibe, a las joyas con dos caras y dos colas, al paisaje que
nunca volverá, a las palabras que pierden el sentido y que se ocultan dentro del
más sereno de los pensamientos, como en una caja de fósforos, los fósforos ya
usados, o los estambres de las magnolias demasiado abiertas.