sábado, 14 de abril de 2012

Cartas marcadas, la novela de Dolina envuelta en la niebla (+ capítulo 1)



Capítulo 1
El disfraz en Chang An
Relato chino a manera de prólogo
La dinastía Han favoreció el estudio de la magia, la metalurgia, la sismología y el arte de las adivinanzas.

En la pequeña ciudad de Po, no lejos de la capital imperial de Chang An, las personas se adiestraban desde la infancia en todos los procedi­mientos del disfraz. Los sastres, escultores y constructores de figuras de papel eran capaces de reproducir con la mayor perfección cualquier planta, animal u objeto de la naturaleza. Asimismo, los bailarines, ac­tores, ministros, y aun los campesinos, imitaban con prodigiosa exacti­tud los movimientos, las palabras y los sonidos de los diez mil seres del mundo.

Durante las fiestas del Sol Cercano, en la mitad del año, había una jornada en la que todos fingían ser otro. El gobernador adoptaba el aspecto del humilde barquero, las princesas se hacían pasar por prostitutas, el vendedor de limones era el director de la escuela de funciona­rios, el viejo mendigo era el vigoroso acróbata.

Todos aprovechaban su paso momentáneo por otras identidades para cometer excesos y atropellos que no podrían luego serles imputados. Es que los disfraces no eran meras caricaturas sino representaciones del

más minucioso realismo. Además, el regreso a las personalidades pri­migenias se cumplía en soledad y en la alta noche, de modo que nadie sabía quién había sido quién durante aquellas fiestas.

Con los años, vino a suceder que los disfrazados prolongaban su impostura más allá de los días establecidos y se entretenían en ocupar ajenos destinos en cualquier momento del año. Poco a poco, el ser al­guien con un nombre y una ubicación previsible dejó de tener impor­tancia. Al fin y al cabo, cualquiera podía ser cualquiera y fue creciendo una idea de noble inspiración filosófica: no es necesario cargar con el pasado. En una comunidad de identidades mutables el pasado no es personal sino colectivo. Los sujetos son inconstantes y no puede caer sobre ellos ni el castigo, ni las deudas, ni las herencias, ni la nobleza, ni la lealtad.

Tal como cabía esperar, la ausencia de responsabilidades produjo la degradación de las costumbres. Algunos funcionarios y militares advir­tieron que la ciudad, y aun el imperio, estaban en peligro si se persistía en aquella insujeción. Pero cuando quisieron prohibir los disfraces, o imponer leyes severas, observaron que su autoridad era cuestionada y descubrieron que la mayoría de los funcionarios y militares eran en rea­lidad personas de otros oficios y clases que se encontraban casualmente usurpando la autoridad.

Famoso es el poema del general Li, o acaso del trovador Po Chang.

Yo, el general Li, que he sido enviado

Por el Hijo del Cielo a estas regiones

A restituir áureas jerarquías

Quise volver al premio y al castigo

Y al regreso de idénticas caricias

Al lecho persistente y respetado.

Pero cuando avanzaba enarbolando

El bastón de la Ley de esta provincia

A la luz repentina de un recuerdo

Vi que no era un bastón sino una flauta

Lo que mi mano joven sostenía

Y vi que no era yo, Li el delegado,

Sino Po Chang, el trovador borracho

Que se burla del Cielo y de la Vida.

Volví entonces al vicio y al pecado

Y mientras vomitaba en la taberna

Otro general Li y otros soldados

Me encerraron en una oscura celda

Que al rato fue jardín y después campo

Y calle, y río, y cielo, y lecho, y nada.

Durante el esplendor de la ciudad de Po, actores piadosos se pro­pusieron tomar el lugar de personas que habían muerto. Al principio sustituían a los fallecidos recientes, con tanta premura que los familia­res del finado ni se enteraban. Más tarde intentaron el regreso de los antepasados. Padres, abuelos y tíos volvían a las casas familiares con el esplendor de su edad más gloriosa. Como podrá entenderse, la emoción de los parientes no era mucha, o en todo caso era fingida, ya que el lugar de los deudos estaba ocupado por personas extrañas.

Un día, las autoridades de la capital resolvieron emplear todo el rigor del poder en la ciudad de Po.

El príncipe Wu, heredero del trono, al mando de cinco mil soldados, se presentó con gran aparato de tambores, trompetas y estandartes.

Todos se alojaron en un lujoso palacio. Las puertas estaban riguro­samente vigiladas para impedir que se filtraran disfrazados locales en la delegación de Chang An. Sin embargo, a los pocos días, el príncipe ordenó a sus mayordomos que condujeran ante su presencia a la mujer más hermosa de la ciudad de Po, con el fin de saciar su lujuria. Muy pronto los servidores arrastraron hasta sus aposentos a Ta-Sing, una joven aristócrata a la que todos consideraban la más bella. Una vez cumplidos los trámites amorosos ella le juró que era la única persona en la ciudad que nunca se había disfrazado, pues creía que cada ser

era único e irremplazable y que hasta el más humilde tiene una fun­ción precisa en el plan de los dioses. El príncipe le creyó y le prometió que al día siguiente ordenaría a todos los habitantes de la ciudad que regresaran a su entidad original, con sus correspondientes nombres, domicilios y oficios.

Hay que decir que aquella orden casi no pudo cumplirse: nadie re­cordaba el turno de las distintas personas que había sido. ¿Cómo saber si el comerciante precedió al bombero o si el adiestrador de peces vino después del orfebre?

Pero además del olvido, el pueblo no deseaba interrumpir la serie de sus disfraces. Y hubo una conspiración. Una noche, mientras el príncipe honraba el delicioso cuerpo de Ta-Sing, un grupo de rebeldes tomó la apariencia de su guardia personal y lo tomó prisionero. Enseguida, uno de los sediciosos ocupó su lugar. Se trataba del joven capitán Ho-Chi, o tal vez de su padre el coronel Hi-Chi, aunque algunos prefirieron creer que era Li Chan Po, un marino del Yang Tzé. Este hombre revocó las órdenes, dispuso la ejecución de los soldados de Chang An y marchó él mismo a la capital escoltado por una muchedumbre de disfrazados.

Allí nadie advirtió la impostura, ni siquiera el propio Hijo del Cielo, cuya sagacidad es ley de la naturaleza. El falso príncipe Wu y sus secua­ces informaron que la ciudad de Po había retomado la vieja regularidad de un destino por persona y sugirieron que —a modo de premio— se eximiera a aquella población de todo tributo o impuesto imperial. El emperador accedió a tales solicitudes sin objeción alguna.

Mientras tanto en la ciudad de Po, quien fuera antes el príncipe Wu era ahora un sirviente, casi un esclavo, que cumplía las más deshonro­sas comisiones. A menudo lo azotaban, especialmente cuando trataba de dar órdenes a los oficiales que lo cruzaban en la calle. Así pasaron años, hasta que un día, ya como mendigo, se encontró con la hermo­sísima Ta-Sing.

—Oh, tú, que viviste noches memorables desordenando mi lecho de príncipe. Reconóceme en virtud de tu amor y dile a todos que cada uno es el que es y que la Máscara sólo engaña a la percepción banal de los necios.

Ella le respondió con desdén.

—Aléjate, oh, tú, habitante de esta ciudad de gentes fugaces. El prín­cipe cuya fogosidad aún conmemoran mis entrañas está en la capital y pronto volverá para cumplir los designios de los dioses.

El mendigo tomó la mano de Ta-Sing y le dijo:

—Ahora sentirás la energía que sólo prospera al contacto con la per­sona amada. ¿Sientes mi amor? ¿Oyes el rumor de mi sangre torrentosa?

—No. No siento nada.

Pasaron los años. El emperador murió. Ho-Chi, o su padre Hi-Chi, o el marinero Li Chan Po se sentaron en el trono del celeste imperio. La dinastía Han extendió su poder a través de gobernadores y funcionarios disfrazados hasta que toda la China fue territorio de imposturas. Una tarde, Ta-Sing llegó hasta Chang An y pidió ser llevada ante el Hijo del Cielo. Luego de meses de antesalas fue conducida a los salones privados del emperador y, después de las prosternaciones legales, dijo:

—Soy Ta-Sing, la que te amó en Po. La que cree como tú que no se puede ser otro. ¿Me reconoces?

El emperador respondió:

—No. Nadie recuerda lo que sucedió hace tanto tiempo. El universo es creado cada cinco minutos.

Ta-Sing regresó a Po y, ya perdida su fe, dejó que el tiempo y el desti­no la convirtieran en otras personas.