sábado, 11 de junio de 2011

Yonqui. William Burroughs ( fragmento )




"Cuando me levanté y empezaba a pasear, vino a hablar conmigo un psiquiatra. Era muy alto. Tenía las piernas largas y un cuerpo pesado en forma de pera con el lado estrecho hacia arriba. Sonreía al hablar y tenía voz de plañidera. No era afeminado. Sencillamente no tenía nada de lo que, sea lo que sea, hace de un hombre un hombre. Era el doctor Fredericks, jefe psiquiátrico del hos­pital.

Me hizo la pregunta que hacen todos:
—¿Por qué siente usted necesidad de tomar drogas, señor Lee?
Cuando se oye esta pregunta se puede estar completamente seguro de que quien la hace no sabe absolutamente nada de drogas.
—Las necesito para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme y para tomar el desa­yuno.
—Quiero decir físicamente.
Me encogí de hombros. Lo mejor sería darle el diagnóstico que quería, para que se fuera:
—Me causa placer.
La droga no causa placer. La cuestión para un adicto es que la droga causa adicción. Nadie sabe lo que es la droga hasta que se siente enfermo por falta de ella.

El doctor asintió. Personalidad psicótica. Se levantó. Sin transición cambió de cara y arboló una sonrisa obviamente dirigida a mostrar su comprensión y diluir mi reticencia. La sonrisa se borró y se transformó en una mueca lúbrica y demente. Se inclinó hacia adelante y colocó su sonrisa junto a mi cara.
—¿Su vida sexual es satisfactoria? —pregun­tó—. ¿Sus relaciones sexuales con su mujer son satisfactorias?
—Oh, sí .—respondí—. Cuando no estoy dro­gado.
Se enderezó. No le había gustado mi res­puesta en absoluto.
—Muy bien, ya volveré a visitarle.

Enrojeció y se fue hacia la puerta. Me había parecido un farsante cuando entró en la habita­ción —era evidente que montaba su número de seguridad en sí mismo para él y para los demás—, pero esperaba que hubiera sido más duro y pro­fundo.

El doctor explicó a mi mujer que mis perspec­tivas eran muy malas. Mi actitud ante la droga era «bueno, ¿y qué?». Podía preverse una recaída a causa de mis determinantes psíquicas, que conti­nuaban siendo operativas. No podía hacer nada por mí si yo no cooperaba con él voluntariamente. Si tenía mi cooperación, podría, al parecer, desar­mar mi psique y volver a armarla en ocho días.

Los demás pacientes eran de lo más estrecho y triste. No había ningún otro yonqui. El único paciente de mi pabellón que sabía de qué iba era un borracho que llegó con la mandíbula rota y varias heridas más en la cara. Me dijo que los hospitales públicos le habían rechazado. En el de Caridad le dijeron:
—Largo de aquí, está usted manchándolo todo de sangre.
De modo que se vino al sanatorio, donde ya ha­bía estado antes y sabían que era un buen pa­gador.

Los demás eran un puñado de gente sin inte­rés, hundidos. Del tipo que les gusta a los psiquia­tras. Del tipo al que el doctor Fredericks puede impresionar. Había un hombre pálido, delgado, de carne sin sangre, casi transparente. Parecía un lagarto frío y debilitado. Se quejaba de los ner­vios y se pasaba la mayor parte del día vagabun­deando por los pasillos, arriba y abajo, diciendo:
—Dios mío, Dios mío, ni siquiera me siento humano.

Era un personaje que no tenía siquiera la con­centración necesaria para mantenerse entero y su organismo estaba siempre a punto de desinte­grarse, de quedarse en piezas separadas.

La mayoría de los pacientes eran viejos. Mira­ban a uno con la mirada de vaca moribunda, con­fundidos, resentidos, estúpidos. Había unos pocos que nunca salían de su habitación. Un joven esqui­zofrénico llevaba las manos atadas delante con una venda, para que no molestara a los demás pa­cientes. Un sitio deprimente para gente deprimente."