martes, 21 de junio de 2011

Fragmento de El ocaso del pensamiento. Emil Ciorán

Todo lo que no es olvido, nos desgasta el alma; el remordimiento es el reverso del olvido. Por eso se alza amenazador como un monstruo de tiempos remotos que mata sólo con la mirada o llena los momentos con sensaciones de plomo fundido en la sangre.
El común de las gentes siente remordimientos tras un acto cualquiera; sabe por qué los tiene porque los motivos están ante sus ojos. Sería inútil que les hablara de «accesos», nunca podrían entender la fuerza de un tormento inútil.
El remordimiento metafísico es una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te acuerdas de nada pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del pasado. No has hecho nada malo, pero te sientes responsable de los males del universo. Sensaciones de Satanás delirante de escrúpulo. El principio del Mal apresado en las redes de los problemas éticos y en el terror inmediato de las soluciones.
Cuanto menos indiferente seas frente al mal, más cerca estarás del remordimiento esencial. Este a veces es difuso y equívoco: entonces cargas con la ausencia del Bien.
El color del remordimiento es el morado. (Lo extraño en él tiene su origen en la lucha entre la frivolidad y la melancolía, donde la última es la que triunfa.)
El remordimiento es la forma ética del pesar. (Los pesares se convierten en problemas, no en tristezas.) Un pesar elevado al rango de sufrimiento.
No resuelve nada, pero lo empieza todo. La moral aparece con el primer temblor de remordimiento.
Un dinamismo doloroso hace de él un desperdicio suntuoso e inútil del alma. Sólo el mar y el humo del tabaco pueden darnos una idea de su imagen.
El pecado es la expresión religiosa del remordimiento, al igual que el pesar es su expresión poética. El primero es un límite superior; el último, inferior.
Te lamentas de que algo ha ocurrido contigo mismo... Eras libre de dar otro rumbo a los acontecimientos, pero la atracción del mal o de la vulgaridad ha vencido a la reflexión ética. La ambigüedad arranca de la mezcla de teología y vulgaridad que hay en cualquier remordimiento.
No hay forma más dolorosa de sentir la irreversibilidad del tiempo que a través del remordimiento. Lo irreparable no es otra cosa que la interpretación moral de esa irreversibilidad.
El mal nos desvela la sustancia demoníaca del tiempo; el bien, el potencial de eternidad del devenir. El mal es abandono; el bien, un cálculo inspirado. Nadie conoce la diferencia racional existente entre uno y otro. Pero todos sentimos el doloroso calor del mal y la frialdad extática del bien.
Ese dualismo transpone al mundo de los valores otro dualismo más profundo: inocencia y conocimiento.
Lo que diferencia el remordimiento de la desesperación, del odio o del honor es una ternura, un sentido patético de lo incurable.
¡Hay tantos hombres a quienes sólo les separa de la muerte su anhelo por ella! En este anhelo, la muerte convierte la vida en un espejo en el cual poder admirarse. La poesía solamente es el instrumento de un fúnebre narcisismo.

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Tanto los animales como las plantas son tristes, pero no han descubierto la tristeza como una vía de conocimiento. Sólo en la medida en que el hombre la utiliza, cesa de ser naturaleza. Al mirar a nuestro alrededor, ¿quién no se da cuenta de que hemos dado nuestra amistad a las plantas, a los animales y a los minerales? Pero a ningún hombre.

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El mundo no es más que un Ninguna parte universal. Por eso nunca tenemos un lugar adonde ir...

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Todos esos momentos en que la vida calla para que oigas tu soledad..., tanto en París como en el más alejado villorrio, el tiempo se retira, se acurruca en un rincón de la conciencia y se queda contigo mismo, con tus luces y tus sombras. El alma se ha aislado y, presa de convulsiones indefinidas, sube hasta tu superficie, como un cadáver pescado en las profundidades. Entonces te das cuenta de que también existe otro sentido de pérdida del alma distinto del bíblico.

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Todos los pensamientos se asemejan a los gemidos de una lombriz pisada por los ángeles.

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No puedes entender lo que significa «la meditación» si no estás habituado a escuchar el silencio. Su voz incita a la renuncia. Todas las iniciaciones religiosas son inmersiones en su profundidad. Empecé a sospechar del misterio de Buda en cuanto me entró miedo del silencio. La mudez cósmica te dice tantas cosas, que la cobardía te empuja a los brazos de este mundo.
La religión es una revelación atenuada del silencio, una dulcificación de la lección del nihilismo que nos inspiran sus susurros, filtrados por nuestro miedo y nuestra prudencia... De esa forma, el silencio se sitúa en las antípodas de la vida.

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Siempre que la palabra extravío acude a mi mente, trae consigo la revelación del hombre. Y también es como si las montañas reposaran sobre mi frente.

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Suso revela en su autobiografía que con un punzón metálico se grabó el nombre de Jesús a la altura del corazón. La sangre no corrió en vano, pues al poco tiempo descubrió una luz en aquellas letras y las tapó para que nadie las viera. ¿Qué escribiría yo a la altura de mi corazón? Seguramente: infelicidad. Y la sorpresa de Suso se repetiría varios siglos después por el simple hecho de que el diablo tuviera una luz como emblema... De ese modo, el corazón humano se convertiría en el anuncio luminoso de Satanás.

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Los ángeles veranean en los calveros de algunos bosques. En ellos yo sembraría flores de las márgenes de los desiertos para echarme a reposar a la sombra del propio símbolo.

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Hay que tener el espíritu de un escéptico griego y el corazón de un Job para experimentar los sentimientos en su esencia: un pecado sin culpa, una tristeza sin motivo, un remordimiento sin causa, un odio sin objeto...
Sentimientos puros que equivalen a filosofar sin problemas. Ni la vida ni el pensamiento existen ya en este sentido sin relación con el tiempo, y la existencia se define como una suspensión. Todo lo que sucede en tu interior no puede referirse ya a nada, porque no se dirige a ninguna parte, sino que se agota en la finalidad interna del acto. Se hace tanto más esencial cuanto robas a tu «historia» el carácter de temporalidad. Las miradas al cielo son intemporales, y la vida en sí misma es menos localizable que la nada.
En el anhelo por lo absoluto existe la pureza de lo indeterminado, que tiene que sanarnos de las infecciones temporales y servirnos de prototipo de la suspensión incesante. Porque, en el fondo, esto no es sino desparasitar a la conciencia del tiempo.

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Siempre que pienso en el hombre, la compasión anega mis pensamientos. Y así no puedo, en modo alguno, seguir sus huellas. Una fractura en la naturaleza nos obliga a meditaciones fracturadas.

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La pasión por la santidad sustituye al alcohol en la misma medida que la música. Al igual que el amor y la poesía. Formas distintas del olvido, perfectamente sustituibles. Los borrachos, los santos, los enamorados y los poetas se encuentran inicialmente a la misma distancia del cielo o, mejor dicho, de la tierra. Sólo las vías difieren, aunque todos están en vías de dejar de ser hombres. Así se explica por qué el placer de la inmanencia los condena de forma similar.

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La timidez es un desprecio instintivo de la vida; el cinismo, uno racional. ¿Y la ternura? Un delicado ocaso de la lucidez, una «degradación» del espíritu al rango del corazón.
En toda timidez se halla un matiz religioso. El miedo de no ser de nadie, de que Dios no sea nadie, y el mundo su obra... La desconfianza metafísica crea hostilidad en la naturaleza e incomodidad en la sociedad. La falta de atrevimiento entre los hombres el decantamiento de la fuerza en desprecio parte de una vitalidad insegura, agravada por recelos, de lo que es más esencial en el mundo. Un instinto seguro y una fe decidida le dan a uno el derecho a ser insolente; incluso le obligan a ello. La timidez es el modo de encubrir un pesar. Ya que cualquier atrevimiento no es más que la forma que adopta la falta de pesar.

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El no tener ya ilusiones es como haber servido de espejo al tocador íntimo de la vida. No hay en la vida un misterio más conmovedor que el amor a la vida; él solo pasa por encima de toda evidencia. Hay que dejar de pertenecer por completo a este mundo para que la vida parezca un absoluto. Desde el cielo, ésta es la perspectiva que se tiene.