sábado, 15 de agosto de 2009

La Margarita ( fragmentos ) laira la lala


Mauricio Rosencof (Uruguay 1933) escribió los versos de "La Margarita" en su país (1982) en un calabozo bajo tierra, sobre hojillas de armar cigarros y dudando que alguna vez fueran leídos por alguien. Suponía, además, que no sobreviviría, tras diez años de aislamiento en condiciones infrahumanas y sin esperanzas concretas de libertad. En los hechos le quedaban tres años más de cárcel (fue condenado por guerrillero tupamaro) y la obra se salvó de milagro dentro de los dobladillos de las camisas para lavar que una vez por mes recogía su familia. El libro original consta de 25 sonetos, de los cuales Jaime Roos (Uruguay, 1953) seleccionó quince (con la venia del autor) para su musicalización e interpretación.
P/L@ quiere compartir con sus listeros estos 15 sonetos de Rosencof; en ellos se refleja el profundo amor de juventud del poeta (a su Margarita) -que recordaba en aquellas crueles circunstancias- y todo el espíritu del barrio montevideano, con su carnaval, sus murgas y sus tablados. Este paisaje acabado maravillosamente con la música de Jaime Roos hacen que esta obra tenga un lugar de privilegio en nuestras discotecas.
Que nunca falte...




El Regreso


Usaba ropa blanca y pollera tableada
en paño inglés de pleno azul marino.
En su pobre roperito, lo más fino;
con mocasines nuevos, quedaba ni pintada.
Yo miraba llegar su silueta delgada,
lánguido el braceo, el paso cansino,
y se llenaba de duendes el camino
y palomas y plantas saludaban al hada.
Nadie vino a mí con más frescura
ni a nadie aguardé más anhelante.
Volverla a aguardar fuera locura,
locura aguardarla a cada instante.
Pero hay en su regreso tanta ternura
que aguardo y aguardo y vuelve, palpitante.

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Encuentro

La vi una mañana cuando iba al almacén;
la calle estaba llena de verano.
Llevaba un vestidito tan liviano
que el corazón se me fue para la sien.
Me sentí en el aire, sin sostén,
y un sudor tibio humedeció mi mano,
cuando se fue con su pasito tan ufano
coqueteando la pollera en un vaivén.
Fue como si me hubiera dado cita;
desde entonces, a esa hora, la esperé.
Ella sin hablarme comprendió mis cuitas
y a veces me miraba con un no sé qué.
Me enteré que se llamaba Margarita
y sin deshojarla, supe que la amé.

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La mirada

En la esquina (sólo una era la esquina)
lucía el barrio con orgullo su tablado;
con colecta puerta a puerta levantando
sólo la casa más bacana fue mezquina.
Sobre el humo de la parrilla volaba la serpentina
y el tocadiscos, que el club había prestado,
le daba y le daba al baión "Delicado"
que al decir de Margarita "esa música era divina".
Allí estaba ella, muy arregladita;
sabiendo que la miraba no miraba
y el aire indiferente la hacía más bonita.
A su lado, en una silla, la tía vigilaba.
Pero al irse y al descuido me dejó una miradita
temblorosa de rubor; también ella me amaba.

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Sandía

Nunca faltaba al tablado don Ramón
con su carga de sandías relucientes;
armando el despacho para los clientes
con dos caballetes y un tablón.
Y mientras calaba, su fresco pregón
de risueñas picardías inocentes
comparaba las tajadas con labios ardientes
o guiñaba a la barra entonando una canción:
"Sándia calada, sándia colorada...
jugosa para las mozas enamoradas..."
que a mí y a Margarita nos cohibía.
Entonces, para que nadie sospechara nada,
en vez de cruzar nuestras miradas
las dirigíamos, sugestivas, a una sandía.

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Indiferencia

Llegó de portafolios bajo el brazo;
la gente murmuró: "Representante".
Saco blanco de frac, muy elegante,
la cara pintada, camisa con lazo.
El público, respetuoso, le abrió paso,
saludó al tesorero con aire distante
y cuando solemne lo anunció el parlante
él contaba los pesos, por si acaso.
A Margarita le encanto ese coso,
así que ni vi la performance murguera.
Entré al boliche amargado y caviloso,
le pedí al Tincho una caña habanera
que fue lo que me puso lacrimoso,
y me reí fuerte, para que ella lo oyera.

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Conversación

La encontré en una velada familiar,
matiné bailable del Club Tuyutí.
Yo era muy diquero, y así cuando la vi,
saqué un cigarro y empecé a fumar.
Ella, impresionada, tuvo que admirar
la cancha de hombre con que recibí
su endomingada aparición, que agradecí
con la leve seña de "¿quiere bailar?"
La tía, que en el baile es todo un rango,
le pregunta a la nena "¿Dónde vas?",
pero al verme inofensivo, con aire de guarango,
le dice, suficiente, "Andá nomás".
Entonces le hablé, bailando un tango:
"¿Que le gusta más, la típica o la jazz?"

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El Beso

Aquel atardecer era el día señalado;
una amiga, Albita, nos iba a acompañar.
Caminabamos los tres, sin conversar;
oscurecía un azul arrebolado.
Llegamos al fin al baldío abandonado;
chircas, tártagos, rumor de mar;
y esperábamos la noche para consumar
lo que fue primera nostalgia de enamorado.
En la esquina, vigilando, se quedó la Albita;
emocionada de audacia, desfalleciente;
la voz precipitada cuando va y nos grita:
"¡Ahora! ¡Dale ahora que no hay gente!"
Bajó sus petalos mi Margarita
y deje en sus labios un beso, aún latente.

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Fama

Guardaba a Robert Mitchum, tapa en "Cancionera"
porque decía que se parecía a mí;
y tanto me impresionó que desde allí
sonreía irónico a su manera.
En cambio no acepté que me dijera
"Robert Mitchum, por favor, vení"
porque si la oían los del Tuyutí
me iban a cargar la vida entera.
Fue en Verano y en la heladería;
estábamos los dos sentados afuera.
La barra andaba por ahí, yo la veía...
Y en eso se me vienen en hilera;
el Tito me alcanza una fotografía,
"¿Me la firma?" dice, y me da la lapicera.

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Lluvia

Aquel atardecer nos pescó el chaparrón
comentando el film que acabábamos de ver.
Riendo y de la mano echamos a correr
hasta que anclamos en un viejo portón.
La calle desierta nos dio la sensación
de que sólo nosotros veíamos llover;
el universo sin pájaros, vacío, por hacer;
entonces callamos, ya en plena ilusión.
La lluvia paró y volvimos a andar;
los faroles rielaban en la calle mojada.
Cuadras y cuadras sin poder hablar;
la tarde oscurecía desolada.
No nos pudimos separar:
fuera de nosotros, no existía nada.

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Nocturno

Crecimos. Ella empezó a trabajar
en una farmacia del Cordón;
salía a las siete y en alguna ocasión
"arreglaba mis cosas" para irla a buscar.
Me pasaba en la vidriera para verla despachar,
menudita y rubia en el blanco almidón;
y eran tales sus gracias y mi metejón
que no habia caso y me ponía a fumar.
Bajábamos del bondi en la otra parada
ganando dos cuadras para caminar;
y mirando atentos que nadie viera nada
en los racimos de sombra ibamos a ocultar
que ella se limpiaba la boquita pintada
y aquello era una de besar y besar.

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Golondrinas

Al salir del Metropol íbamos a un bar
para hablar, como mayores, del futuro.
Era un tema manso, sin apuro
y el futuro enorme: ¿A qué apurar?
Allí, dichosos, nos dejábamos estar
todo era diáfano, fácil, seguro,
cuando a ese universo poético y puro
llegaba el mozo y "¿Qué van a tomar?"
Entonces lo mirábamos de medio lado
con el desdén de los soñadores
y con el "Yo un té" apenas murmurado
ella volvía a colgar cortinas de colores
y en la pared de un patio sombreado,
golondrinas de yeso, y otros primores.

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Maga

Nos sentábamos en las rocas, mirando el mar,
embriagados de sol y agua salada.
Ella reclinaba en mí su espalda dorada
y adormilada comenzaba a divagar.
Pieza a pieza iba armando el ajuar,
traje de novia, batería esmaltada,
y cuando en su lista no faltaba nada
suspiraba un "Ya nos podemos casar..."
Ese era el final felíz de la poesía
que con anhelos y vidrieras hizo,
recostando su fesca piel contra la mía.
Yo quise, con ella, cuanto quiso;
pero amé, más que a la tierna fantasía,
a la Maga, que la creaba con su hechizo.

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Otoño

Aquella tarde de otoño era dorada,
árboles y casas tras un tul amarillento,
las copas calmas, el cielo ténue, el sol más lento.
Sus ojos sonreían: estaba enamorada.
Caminábamos los dos la hora encantada
en que el farol garúa el primer aliento,
cuando salta a su paso un presentimiento:
"Dios mío" dice. "Que nunca pase nada".
"¿Que puede pasar? Nada. Nada va a pasar".
"No sé... no sé. Es que todo esto es tan hermoso..."
Nos besamos con miedo y volvimos a andar.
Pero tanto silencio se nos hizo penoso;
entonces eligió hojitas secas para pisar
y el juego volvió el dorado más luminoso.

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En la esquina

¿Que misteriosa brisa de la memoria
refresca con el tiempo aquel amor?
¿Que misteriosa brisa del amor
refresca con el tiempo mi memoria?
No hay final para esta historia
tierna, sencilla, de puro candor;
estuvo y está en pleno verdor
viviendo su eternidad transitoria;
en el entrevisto atardecer dorado
y en una hoja otoñal que crepita;
en las calles de un barrio añorado
con faroles que encienden la hora de la cita;
y en esas veredas que camino confiado
porque sé que en la esquina, aguarda Margarita.