En el siglo XVII, con la configuración de la episteme clásica, el mundo ya no será una escritura de origen divino que se deba leer. El mundo mismo será construcción de un sujeto racional. Lo real sólo es en tanto representación (del sujeto ordenador y racional). El pensamiento cartesiano sólo acepta la verdad como lo descubierto y controlado por una racionalidad metódica (tal como acontece en El discurso del método, o en Las meditaciones cartesianas). La realidad, en tanto representación, se sostendrá mediante clasificaciones, taxonomías de diversos seres y cosas consumados por la subjetividad que conoce y se representa lo real. El pasaje de la palabra que dice la cosa (Renacimiento), a la palabra que ordena o representa (episteme clásica) se consuma, según el análisis de Foucault, mediante un previo quiebre en el espacio literario. El Quijote es ese momento de fractura.
Alonso Quijano se identifica con la letra leída. Se imagina encarnación de un mundo que existe en la escritura. Se autoinventa mediante su identificación con la literatura de caballería. Es lo que lee. Se autoconstruye dentro de lo escrito. Quijano se convierte entonces en el Quijote. Y luego inicia sus aventuras para buscar correspondencias entre el lenguaje caballeresco y el mundo. Pero los isomorfismos son ilusorios: el dragón con el que el Quijote cree combatir no es ya un dragón sino un molino de viento; Dulcinea no es una bella cortesana sino una humilde campesina. El lenguaje no se derrama ya en un gozoso encuentro con las cosas. Ahora proyecta un nuevo orden histórico sobre la pasividad de la materia. Lo dicho por el lenguaje caballeresco sólo existe como efecto de un enunciado lingüístico. Ahora, lo real no es un orden de cosas que se corresponden con las palabras, sino la episteme clásica fundada por un sujeto que se representa un mundo (12).
Dentro del horizonte de la representación clásica expande su genio Velázquez. El pintor español manifestó de manera precoz su singularidad en el taller de Pacheco. En su juventud, pintó bodegones, un género despreciado que, como burla o divertimento, fue cultivado antes en Italia. En aquella etapa inicial, Velázquez atribuía dignidad a la gente común entregada a sus humildes faenas cotidianas. Es el caso de El aguador de Sevilla, o La freidora de huevos. Pero Velázquez era un pintor cortesano. Su paleta aprendió a rendir pleitesía al rey y la corte. Las Meninas es, en principio, una pintura cortesana. Es previsible que un artista dependiente del Rey pinte a Felipe IV durante varios momentos de su vida, que pinte a duques y clérigos, e inclusive a enanos y bufones de la corte. Sería previsible entonces que, en algún momento, Velázquez retrate a la infanta Margarita y a las meninas, las damas de la corte. Pero Velázquez, en la célebre obra que aquí consideramos, no pinta a los personajes cortesanos. No reproduce meramente un modelo aristocrático. Pinta en realidad un lugar o centro que ve y ordena el espacio y los seres de ese modelo.
Atendamos primero a la imagen inmediatamente visible. En primer plano, en el centro, se encuentra la infanta Margarita, que dimana un exultante encanto infantil. A su lado, se hallan las meninas, las damas de corte, Doña María Agustina Sarmiento y Doña Isabel de Velasco; en la izquierda, se ve al pintor, Velázquez, con la cruz roja de Santiago en su pecho, mientras pinta un lienzo dentro del cuadro. En el extremo derecho se acomoda un mantín castellano, que recibe un pistón del enano Nicolasito, junto al que se ve, con mirada distraída, a la enana Maribárbola. En la pared del fondo, en una puerta abierta, José Nieto, el encargado de los aposentos de la infanta, permanece parado frente a una escalera por la que fluye la luz. Este personaje también ve lo que ve el pintor. Y, a un lado, resplandece un espejo. En su mágica superficie reflectante se corporiza la pareja real: Felipe IV y la reina Mariana. En el análisis de Foucault es esencial dilucidar qué es lo pintado por el pintor. ¿Cuál es el verdadero tema de la pintura? El espejo del fondo revela lo más imperceptible del proceso creador del artista sevillano. La imagen especular anuncia la realidad subyacente del cuadro, en principio, muda e invisible.