Una noche, sin ninguna razón en particular, salió a caminar por la aburrida zona oeste
de la calle Cincuenta y se metió en un bar de alterne. Mientras tomaba una cerveza en la
mesa, una voluptuosa joven desnuda se sentó a su lado. La chica se aproximó cada vez
más y comenzó a describirle todas las cosas lascivas que podría hacerle en «la habitación del
fondo» si estaba dispuesto a pagar. Sus proposiciones eran tan directas y en cierto modo
graciosas que él acabó aceptando. Por fin decidieron que le chuparía el pene, pues
afirmaba tener un talento extraordinario para aquella actividad, y en efecto se dedicó a la
tarea con un entusiasmo sorprendente. Unos minutos más tarde, en el preciso instante en
que se corría dentro de su boca con un largo y palpitante chorro de semen, A. tuvo una
visión que lo ha acompañado desde entonces: cada eyaculación contiene miles de millones de
espermatozoides —o más o menos la cantidad equivalente al número de habitantes del
planeta— y eso significa que cada hombre guarda en sí mismo el potencial de un mundo
entero. Y en lo que ocurriría, si esto pudiera ocurrir, se encuentra toda la gama de
posibilidades: las semillas de idiotas y genios, de bellos y deformados, de santos,
catatónicos, ladrones, corredores de bolsa y equilibristas. Cada hombre, por lo tanto, es un
mundo entero y alberga en sus propios genes un decálogo de toda la humanidad. O, como
dice Leibniz: «cada sustancia viva es un perpetuo espejo viviente del universo». Pues el
hecho es que estamos formados por la misma materia que surgió de la primera
explosión, de la primera chispa en el vacío infinito del espacio. O al menos eso se dijo a
sí mismo, en aquel momento, mientras su pene estallaba en la boca de la mujer desnuda
cuyo nombre ha olvidado. Pensó: la irreductible mónada. Y luego, como si por fin lograra
asimilarlo, pensó en la célula microscópica y furtiva que se había abierto camino en el
cuerpo de su mujer, unos tres años antes, para convertirse en su hijo.
Por otra parte, nada.