Donde aparece la paradoja, muere el sistema y triunfa la vida. Por medio de ella la razón salva su honor frente a lo irracional. Lo que en la vida es turbio únicamente puede expresarse como maldición o himno. Quien no pueda servirse de ellos, sólo tiene una escapatoria a su alcance: la paradoja, sonrisa formal de lo irracional.
¿Qué otra cosa es, desde la perspectiva de la lógica, sino un juego irresponsable y, desde el buen sentido, una inmoralidad teórica? ¿Es que no se abrasan en ella todo lo insoluble, los desatinos y los conflictos que atormentan la vida desde lo más hondo?
Siempre que sus agitadas sombras hablan al oído a la razón, ésta viste sus susurros con la elegancia de la paradoja para enmascarar su origen. ¿Es la propia paradoja de salón algo distinto a la más profunda expresión que puede alcanzar la superficialidad? La paradoja no es una solución, ya que no resuelve nada. Puede emplearse solamente como adorno de lo irreparable. Querer dirigir algo con ella es la mayor de las paradojas. No puedo imaginármela sin el desengaño de la razón. Su falta de pathos la obliga a estar al acecho del murmullo de la vida y a suprimir su autonomía a la hora de interpretarla. En la paradoja la razón se anula por sí misma; ha abierto sus fronteras y ya no puede detener la invasión de los errores palpitantes, de los errores que laten. Los teólogos son parásitos de la paradoja. Sin su uso inconsciente hace mucho que tendrían que haber depuesto las armas. El escepticismo religioso no es más que su práctica consciente. Todo cuanto no cabe en la razón es motivo de duda; pero en ella no hay nada. De ahí el fructífero auge del pensamiento paradójico que ha introducido un contenido en las formas y ha dado curso oficial al absurdo.
La paradoja presta a la vida el encanto de un absurdo expresivo. Le devuelve lo que ésta le atribuyó desde el principio.”