Cambiar de lengua es siempre una ilusión secreta
Conversación entre Ricardo Piglia y Roberto Bolaño
Recuperamos esta correspondencia entre dos “autores bajos de fama y de reputación equivocada”, y mal comprendida, diríamos nosotros. Se publicó por primera vez bajo el titulo “Extranjeros del Cono Sur” el 3 de marzo del 2001 en Babelia, revista semanal del diario El País de España. Bolaño desde Cataluña, Piglia desde California: el hilo conductor es el correo electrónico, se conversa de la amistad de los amigos y de la amistad encontrada en los libros, del amor-odio por la entelequia latinoamericana, de sus autores y de sus necesarios destructores. Autores necesarios en nuestros tiempos, comparten con Latinoamérica el íntimo deseo de ser otro.
Roberto Bolaño. Querido Piglia, ¿te parece bien si empezamos hablando de algo que dices en La novela polaca?: “¿Cómo hacer callar a los epígonos? (Para escapar a veces es preciso cambiar de lengua)”. Tengo la impresión de que en los últimos veinte años, desde mediados de los setenta hasta principios de los noventa y por supuesto durante la nefasta década de los ochenta, este deseo es algo presente en algunos escritores latinoamericanos y que expresa básicamente no una ambición literaria sino un estado espiritual de camino clausurado. Hemos llegado al final del camino (en calidad de lectores, y esto es necesario recalcarlo) y ante nosotros (en calidad de escritores) se abre un abismo.
Ricardo Piglia. Cambiar de lengua es siempre una ilusión secreta y, a veces, no es preciso moverse del propio idioma. Intentamos escribir en una lengua privada y tal vez ése es el abismo al que aludes: el borde, el filo, después del cual está el vacío. Me parece que tenemos presente este desafío como un modo de zafarse de la repetición y del estereotipo. Por otro lado, no sé si la situación que describes pertenece exclusivamente a los escritores llamados latinoamericanos. Tal vez en eso estamos más cerca de otras tentativas y de otros estilos no necesariamente latinoamericanos, moviéndonos por otros territorios. Porque lo que suele llamarse latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que tiende a simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos. He visto esa resistencia con toda claridad en tus libros, y también en los de otros como DeLillo o Magris, que escriben en otras lenguas. Me parece que se están formando nuevas constelaciones y que son esas constelaciones lo que vemos desde nuestro laboratorio cuando enfocamos el telescopio hacia la noche estrellada. Entonces, ¿seguimos siendo latinoamericanos? ¿Cómo ves ese asunto?
Bolaño. Sí, para nuestra desgracia, creo que seguimos siendo latinoamericanos. Es probable, y esto lo digo con tristeza, que el asumirse como latinoamericano obedezca a las mismas leyes que en la época de las guerras de independencia. Por un lado es una opción claramente política y por el otro, una opción claramente económica.
Piglia. Estoy de acuerdo en que definirse como latinoamericano (y lo hacemos pocas veces, ¿no es verdad?; más bien estamos ahí) supone antes que nada una decisión política, una aspiración de unidad que se ha tramado con la historia y todos vivimos y también luchamos en esa tradición. Pero a la vez nosotros (y este plural es bien singular) tendemos, creo, a borrar las huellas y a no estar fijos en ningún lugar. En estos días, estoy viviendo en California, en Davis, cerca de San Francisco, donde todo se entrevera, como sabes bien: los recuerdos del viaje al Oeste de la beat generation, con las novelas de Hammett, y los barrios paranoicos que describió Philip Dick conviven con la intriga de la cultura latina (en cada rincón de La Misión en San Francisco, en el Barrio invadido hoy por los jóvenes millonarios del Sillicon Valley, hay una figura o una imagen, un mural, una taquería, una bodeguita que tiene más color local que todo el color local que pudo imaginar Lowry, borracho, al pasear por Cuernavaca). De modo que aquí por contraste me siento un escritor digamos italo-argentino (un falso europeo, otro europeo exiliado). No creo que existan esas categorías en las historias de la literatura (están los italo-americanos, claro, pero se dedican al cine). Para mejor, estoy leyendo a W. H. Hudson (Días de ocio en la Patagonia), otro falso argentino, un europeo que nació en Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, y se crió entre gauchos hablando de lo que fue seguramente una versión prehistórica del spanglish. Y que a la vez escribía, ya lo sabemos, una de las mejores prosas inglesas que se puedan encontrar. Mejor que Conrad, a veces, menos barroco, más nítido, una extraña versión de Conrad, no sólo por la calidad de su prosa, y porque eran amigos, sino porque Hudson estuvo siempre desajustado y solo y fuera de lugar, como el polaco. Pero me estoy extendiendo. Me gustaría saber qué estás leyendo en estos días.