"Cuando me levanté y empezaba a pasear, vino a hablar conmigo un psiquiatra. Era muy alto. Tenía las piernas largas y un cuerpo pesado en forma de pera con el lado estrecho hacia arriba. Sonreía al hablar y tenía voz de plañidera. No era afeminado. Sencillamente no tenía nada de lo que, sea lo que sea, hace de un hombre un hombre. Era el doctor Fredericks, jefe psiquiátrico del hospital.
Me hizo la pregunta que hacen todos:
—¿Por qué siente usted necesidad de tomar drogas, señor Lee?
Cuando se oye esta pregunta se puede estar completamente seguro de que quien la hace no sabe absolutamente nada de drogas.
—Las necesito para salir de la cama por las mañanas, para afeitarme y para tomar el desayuno.
—Quiero decir físicamente.
Me encogí de hombros. Lo mejor sería darle el diagnóstico que quería, para que se fuera:
—Me causa placer.
La droga no causa placer. La cuestión para un adicto es que la droga causa adicción. Nadie sabe lo que es la droga hasta que se siente enfermo por falta de ella.
El doctor asintió. Personalidad psicótica. Se levantó. Sin transición cambió de cara y arboló una sonrisa obviamente dirigida a mostrar su comprensión y diluir mi reticencia. La sonrisa se borró y se transformó en una mueca lúbrica y demente. Se inclinó hacia adelante y colocó su sonrisa junto a mi cara.
—¿Su vida sexual es satisfactoria? —preguntó—. ¿Sus relaciones sexuales con su mujer son satisfactorias?
—Oh, sí .—respondí—. Cuando no estoy drogado.
Se enderezó. No le había gustado mi respuesta en absoluto.
—Muy bien, ya volveré a visitarle.
Enrojeció y se fue hacia la puerta. Me había parecido un farsante cuando entró en la habitación —era evidente que montaba su número de seguridad en sí mismo para él y para los demás—, pero esperaba que hubiera sido más duro y profundo.
El doctor explicó a mi mujer que mis perspectivas eran muy malas. Mi actitud ante la droga era «bueno, ¿y qué?». Podía preverse una recaída a causa de mis determinantes psíquicas, que continuaban siendo operativas. No podía hacer nada por mí si yo no cooperaba con él voluntariamente. Si tenía mi cooperación, podría, al parecer, desarmar mi psique y volver a armarla en ocho días.
Los demás pacientes eran de lo más estrecho y triste. No había ningún otro yonqui. El único paciente de mi pabellón que sabía de qué iba era un borracho que llegó con la mandíbula rota y varias heridas más en la cara. Me dijo que los hospitales públicos le habían rechazado. En el de Caridad le dijeron:
—Largo de aquí, está usted manchándolo todo de sangre.
De modo que se vino al sanatorio, donde ya había estado antes y sabían que era un buen pagador.
Los demás eran un puñado de gente sin interés, hundidos. Del tipo que les gusta a los psiquiatras. Del tipo al que el doctor Fredericks puede impresionar. Había un hombre pálido, delgado, de carne sin sangre, casi transparente. Parecía un lagarto frío y debilitado. Se quejaba de los nervios y se pasaba la mayor parte del día vagabundeando por los pasillos, arriba y abajo, diciendo:
—Dios mío, Dios mío, ni siquiera me siento humano.
Era un personaje que no tenía siquiera la concentración necesaria para mantenerse entero y su organismo estaba siempre a punto de desintegrarse, de quedarse en piezas separadas.
La mayoría de los pacientes eran viejos. Miraban a uno con la mirada de vaca moribunda, confundidos, resentidos, estúpidos. Había unos pocos que nunca salían de su habitación. Un joven esquizofrénico llevaba las manos atadas delante con una venda, para que no molestara a los demás pacientes. Un sitio deprimente para gente deprimente."