A veces dos enamorados parecen uno solo; los perfiles forman una múltiple cara de frente, los cuerpos juntos con brazos y piernas suplementarios, una divinidad semejante a Siva: así eran ellos dos.
Se amaban con ternura, pasión, fidelidad. Trataban de estar siempre juntos y cuando tenían que separarse por cualquier motivo, durante ese tiempo tanto pensaban el uno en el otro que la separación era otra suerte de convivencia, más sutil, más sagaz, más ávida.
Lo primero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj pulsera la hora exacta.
—A medianoche quiero que repitas los versos de San Juan de la Cruz, que me gustan.
—¿Oh noche que juntaste amado con amada, / amada en el amado transformada?
—Los diremos a la misma hora.
—A las seis de la tarde, en el reloj, mis ojos te mirarán.
—En el lápiz de los labios estaré cuando te pintes, o en el vaso cuando bebas agua.
—A las ocho te asomarás a la ventana para contemplar la luna. No mirarás a nadie.
—Creyendo que es tuyo, para no gritar de pena, me morderé el brazo, no el antebrazo.
—¿Por qué?
—Porque el brazo es más sensible.
—¿En qué sitio?
—En el sitio en que la boca lo alcanza cuando el brazo está doblado con el codo hacia arriba, apoyado contra la cara, como guareciéndola del sol. Es tu postura predilecta, por eso la imito como si mi brazo fuera el tuyo.
—A las nueve menos cinco de la noche, cerrá los ojos. Te besaré hasta las nueve y cinco.
—¡Podrías más tiempo!
—¿Pero acaso no llegaríamos a morir prolongando indefinidamente ese momento?
—No pediría otra cosa.
Con estos y otros desatinos se despedían. Como es natural, cumplían religiosamente lo pactado. ¿Quién se atrevería a romper semejante rito?. El que no lo comprenda, nunca ha amado o ha sido amado, ni valdría la pena que ame o que sea amado, ya que el amor es hecho de infinita y sabia locura, de adivinación y de obediencia.
Todas las miserias grandes y pequeñas de la vida cotidiana, todo lo que es un motivo de fastidio para otras personas, para ellos era muy llevadero.
La casa en donde vivían no era muy cómoda; tenía poca luz porque sus cuartos daban a un patio interior. Ruidos intestinales de cañerías se hacían oír en todos los pisos. El baño estaba metido dentro de un armario, la ducha sobre la letrina, las ventanas no cerraban o abrían según el grado de humedad del tiempo, un camino de cucarachas distinguía la cocina de los otros cuartos, pero ellos encontraron en esas incomodidades cómicos motivos de regocijo. (Compartir cualquier cosa vuelve cualquier cosa mejor para los enamorados, cuando son felices.) La felicidad les prestaba simpatía, simpatía para el verdulero, para el carnicero, para el panadero, para el médico cuando había que consultarlo, para los participantes de una cola, por personal y larga que fuera.
De noche, cuando se acostaban, el cansancio que sentían, abrazados, era un premio. Él soñaba mucho; ella no soñaba nunca.
Él, al despertar a la hora del desayuno, le contaba sus sueños; eran sueños interminables y accidentados, llenos de alegría o de zozobras. Le gustaba contar los sueños, porque casi todos tenían (como las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el momento en que iba a tomar un trago caliente de té o en que se metía un trozo grande de pan con manteca y miel en la boca, para interrumpir la parte sensacional del sueño y hacer esperar debidamente el desenlace.
—Quisiera ser vos —decía ella, con admiración.
—Yo también —decía él— ser vos, pero no que vos fueras yo.
—Es lo mismo —decía ella.
—Es muy distinto —respondía él—. Lo primero sería agradable, lo segundo angustioso.
—¡Por qué nunca puedo estar en tus sueños, si en la vigilia te acompaño!
ella exclamaba—. Oírtelos contar, no es lo mismo. Me faltan el aire, la luz que los rodea.
—No creas que son tan divertidos (tengo más talento de narrador que de soñador), son mejores cuando los cuento —dijo él.
—Los inventarás, entonces.
—No tengo tanta imaginación.
—De todos modos, quisiera entrar en tus sueños, quisiera entrar en tus experiencias. Si te enamoraras de una mujer, me enamoraría yo también de ella; me volvería lesbiana.
—Espero que nunca suceda —decía él. —Yo también, decía ella.
Durante un tiempo resolvieron dormir teniéndose de la mano, con la esperanza de que los sueños de él pasaran dentro de ella a través de las manos. Por incómodo que fuera, ya que para mantener una posición estratégica dar vuelta la almohada buscando la frescura se volvería imposible, resolvieron dormir con las cabezas juntas. Pensaban que ese contacto sería más eficaz que el de las manos, pero ella seguía sin sueños.
—Hay personas que no sueñan —decía él—. No hay nada que hacer.
—Sería capaz de tomar mezcalina, fumar opio. Cualquier cosa haría con tal de soñar.
—Es lo único que falta —decía él.
Una mañana de primavera, a la hora del desayuno, ella trajo como siempre la bandeja con las dos tazas servidas y las tostadas con manteca y miel. Colocó todo sobre la mesa de luz. Se sentó sobre la cama, lo despertó ahogando risas con besos, y dijo:
—Anoche soñaste con una vaquita de San José. Aquí está. —Mostró sobre su brazo el bichito rojo como una gota de sangre.
Él se incorporó en la cama y le dijo:
—Es cierto. Soñé que estábamos en un jardín donde en vez de flores había piedras, piedras de todos los colores.
—Un jardín japonés —musitó ella.
—Tal vez —respondió él—, porque en las piedras había letras grabadas que parecían japonesas o chinas. Por una calle de piedras más altas, pues todas las piedras eran de distinta forma y tamaño, venías caminando como si fuera dentro del agua. Te acercaste y me mostraste el brazo que creía que te habías lastimado con un alfiler, pero mirándolo bien, advertí que la gota de sangre que veía en tu brazo era en efecto una vaquita de San José.
—De algo me sirvió dormir con la frente pegada a la tuya —dijo ella, tratando vanamente de hacer pasar el bichito rojo de una mano a la otra—. En tu próximo sueño trataré de obtener algo mejor o más duradero —prosiguió, viendo que el bichito abría un ala rizada, suplementaria, que tenía escondida, y salía volando para desaparecer en el aire.
A la noche siguiente, ella se durmió antes que él. A las cinco de la mañana se despertaron al mismo tiempo.
—¿Qué soñaste? —ella preguntó, sobresaltada.
—Soñé que estábamos acostados en la arena, pero... vas a enojarte...
—Lo que sucede en un sueño no podría enojarme.
—A mí, sí.
—A mí, no —contestó ella—. Seguí contando.
—Estábamos acostados, y vos no eras vos. Eras vos y no eras vos.
—¿En qué lo advertías?
—En todo. En el modo de besar, en los ojos, en la voz, en el pelo. Tenías pelo de nylon como la muñeca de la motocicleta que te gustaba en el escaparate del subte, ese pelo amarillo lustroso. Un día me dijiste: "Me gustaría tener el pelo así".
—¿Y qué te hizo pensar que esa mujer tan distinta de mí, era yo?
—El amor que yo sentía.
—Llamas amor a cualquier cosa.
—Aquel pelo amarillo de nylon, tan parecido al de la muñeca de la motocicleta, tal vez fuera culpable. Cada hebra era como un hilo de oro que yo acariciaba.
—¿Así? —dijo ella, mostrándole una hebra de nylon amarillo que colgaba del cuello del camisón.
Él tomó en broma el diálogo. A decir verdad esa hebra de nylon amarilla podía haber estado anteriormente en la casa, por cualquier motivo. ¿Acaso las hijas de las amigas no iban de visita con sus muñecas, que tenían pelo de nylon?. Se usa tanta ropa de nylon, ¿acaso una hebra de una costura no podría caer?
La próxima noche él tuvo que salir y ella quedó sola. Él volvió muy tarde; ella dormía. Empezaba el invierno y le trajo un ramo de violetas. En el momento de acostarse él puso en uno de los ojales del camisón de ella, una violeta.
—¿Qué soñaste? —dijo ella, como siempre, al despertar.
—Soñé que viajaba en un trineo por un campo cubierto de nieve, donde merodeaban lobos hambrientos. Estaba vestido con pieles de lobo; lo advertí en el modo de mirarme que tenían los lobos. Un bosque de pinos se divisó en el horizonte. Me dirigí al bosque. Frente a ese bosque bajé del trineo y en la nieve encontré una violeta, la recogí y me alejé rápidamente.
En ese momento ella vio la violeta en el ojal de su camisón.
—Aquí está —dijo ella.
—Te la traje anoche con un ramito que te compré en la calle; elegí la violeta
más grande y la puse en el ojal de tu camisón.
—¿El sueño lo inventaste?.
—Si lo hubiera inventado sería más divertido.
—¿Cómo supiste que ibas a soñar con violetas?. Sos mentiroso. Querés imitarme, inventando experimentos mágicos. Eso no impide que tus verdaderos sueños obren milagros para mí —dijo ella—. La vaquita de San José, la hebra de nylon, no han sido un invento. Saldré pronto en los diarios, fotografiada como la mujer que saca objetos de los sueños ajenos.
—¿Mis sueños te son ajenos?
—Para los diarios, sí.
Fue durante una siesta de verano. Él soñó que andaba caminando con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En una puerta verde, debajo de un puente, Artemidoro el Daldiano, vestido de blanco, con sombrero y capa, lo llamó.
—¿Quién es Artemidoro? —preguntó ella.
—Un griego. Escribió la Crítica de los sueños.
—¿Cómo sabés que era él?
—Lo conozco. Estudiamos juntos —contestó él.
Artemidoro le tendió la mano como si lo apuntara con un revólver, pero lo que tenía en la mano era un filtro misterioso, aquel que bebieron Tristán e Isolda. "Cuando quieras llevar a tu amada como a tu corazón dentro de ti", le dijo, "no tienes más que beber este filtro.
Cuando él despertó a la hora del desayuno, ella le dijo:
—Aquí está el filtro —y le mostró una botellita diminuta.
No necesitaba que le contara el sueño. Él le arrebató el frasco de la mano, lo miró atónito, cerró los ojos y bebió. Cuando abrió los ojos quiso mirarla de nuevo. Ella no estaba. Él la llamó, la
buscó. Oyó una voz dentro de él, la voz de ella, que le contestaba:
—Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos. —Es horrible —dijo él.
—A mí me gusta —dijo ella.
—Es un conyugicidio.
—Conyugicidio... ¿Y qué quiere decir? —ella interrogó.
—Muerte causada por uno de los cónyuges al otro –respondió.
Bruscamente despertaron.
Él volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar objetos de sus sueños. Pero la mayor parte de las veces no le sirvieron de nada pues son todos objetos de poca importancia; a veces ni siquiera los mira. Los atesora en su mesa de luz.
Rara vez, por suerte, le sirven para sufrir transformaciones, como sucedió con el filtro: el término sufrir está bien elegido pues en toda transformación hay sufrimiento. A veces tienen miedo de no volver a su estado anterior —al hogar, a la vida habitual— y volatilizarse. ¿Pero acaso la vida no es esencialmente peligrosa para los que se aman?
Se amaban con ternura, pasión, fidelidad. Trataban de estar siempre juntos y cuando tenían que separarse por cualquier motivo, durante ese tiempo tanto pensaban el uno en el otro que la separación era otra suerte de convivencia, más sutil, más sagaz, más ávida.
Lo primero que hacían al separarse era poner cada uno en su reloj pulsera la hora exacta.
—A medianoche quiero que repitas los versos de San Juan de la Cruz, que me gustan.
—¿Oh noche que juntaste amado con amada, / amada en el amado transformada?
—Los diremos a la misma hora.
—A las seis de la tarde, en el reloj, mis ojos te mirarán.
—En el lápiz de los labios estaré cuando te pintes, o en el vaso cuando bebas agua.
—A las ocho te asomarás a la ventana para contemplar la luna. No mirarás a nadie.
—Creyendo que es tuyo, para no gritar de pena, me morderé el brazo, no el antebrazo.
—¿Por qué?
—Porque el brazo es más sensible.
—¿En qué sitio?
—En el sitio en que la boca lo alcanza cuando el brazo está doblado con el codo hacia arriba, apoyado contra la cara, como guareciéndola del sol. Es tu postura predilecta, por eso la imito como si mi brazo fuera el tuyo.
—A las nueve menos cinco de la noche, cerrá los ojos. Te besaré hasta las nueve y cinco.
—¡Podrías más tiempo!
—¿Pero acaso no llegaríamos a morir prolongando indefinidamente ese momento?
—No pediría otra cosa.
Con estos y otros desatinos se despedían. Como es natural, cumplían religiosamente lo pactado. ¿Quién se atrevería a romper semejante rito?. El que no lo comprenda, nunca ha amado o ha sido amado, ni valdría la pena que ame o que sea amado, ya que el amor es hecho de infinita y sabia locura, de adivinación y de obediencia.
Todas las miserias grandes y pequeñas de la vida cotidiana, todo lo que es un motivo de fastidio para otras personas, para ellos era muy llevadero.
La casa en donde vivían no era muy cómoda; tenía poca luz porque sus cuartos daban a un patio interior. Ruidos intestinales de cañerías se hacían oír en todos los pisos. El baño estaba metido dentro de un armario, la ducha sobre la letrina, las ventanas no cerraban o abrían según el grado de humedad del tiempo, un camino de cucarachas distinguía la cocina de los otros cuartos, pero ellos encontraron en esas incomodidades cómicos motivos de regocijo. (Compartir cualquier cosa vuelve cualquier cosa mejor para los enamorados, cuando son felices.) La felicidad les prestaba simpatía, simpatía para el verdulero, para el carnicero, para el panadero, para el médico cuando había que consultarlo, para los participantes de una cola, por personal y larga que fuera.
De noche, cuando se acostaban, el cansancio que sentían, abrazados, era un premio. Él soñaba mucho; ella no soñaba nunca.
Él, al despertar a la hora del desayuno, le contaba sus sueños; eran sueños interminables y accidentados, llenos de alegría o de zozobras. Le gustaba contar los sueños, porque casi todos tenían (como las novelas policiales) suspenso: aprovechaba el momento en que iba a tomar un trago caliente de té o en que se metía un trozo grande de pan con manteca y miel en la boca, para interrumpir la parte sensacional del sueño y hacer esperar debidamente el desenlace.
—Quisiera ser vos —decía ella, con admiración.
—Yo también —decía él— ser vos, pero no que vos fueras yo.
—Es lo mismo —decía ella.
—Es muy distinto —respondía él—. Lo primero sería agradable, lo segundo angustioso.
—¡Por qué nunca puedo estar en tus sueños, si en la vigilia te acompaño!
ella exclamaba—. Oírtelos contar, no es lo mismo. Me faltan el aire, la luz que los rodea.
—No creas que son tan divertidos (tengo más talento de narrador que de soñador), son mejores cuando los cuento —dijo él.
—Los inventarás, entonces.
—No tengo tanta imaginación.
—De todos modos, quisiera entrar en tus sueños, quisiera entrar en tus experiencias. Si te enamoraras de una mujer, me enamoraría yo también de ella; me volvería lesbiana.
—Espero que nunca suceda —decía él. —Yo también, decía ella.
Durante un tiempo resolvieron dormir teniéndose de la mano, con la esperanza de que los sueños de él pasaran dentro de ella a través de las manos. Por incómodo que fuera, ya que para mantener una posición estratégica dar vuelta la almohada buscando la frescura se volvería imposible, resolvieron dormir con las cabezas juntas. Pensaban que ese contacto sería más eficaz que el de las manos, pero ella seguía sin sueños.
—Hay personas que no sueñan —decía él—. No hay nada que hacer.
—Sería capaz de tomar mezcalina, fumar opio. Cualquier cosa haría con tal de soñar.
—Es lo único que falta —decía él.
Una mañana de primavera, a la hora del desayuno, ella trajo como siempre la bandeja con las dos tazas servidas y las tostadas con manteca y miel. Colocó todo sobre la mesa de luz. Se sentó sobre la cama, lo despertó ahogando risas con besos, y dijo:
—Anoche soñaste con una vaquita de San José. Aquí está. —Mostró sobre su brazo el bichito rojo como una gota de sangre.
Él se incorporó en la cama y le dijo:
—Es cierto. Soñé que estábamos en un jardín donde en vez de flores había piedras, piedras de todos los colores.
—Un jardín japonés —musitó ella.
—Tal vez —respondió él—, porque en las piedras había letras grabadas que parecían japonesas o chinas. Por una calle de piedras más altas, pues todas las piedras eran de distinta forma y tamaño, venías caminando como si fuera dentro del agua. Te acercaste y me mostraste el brazo que creía que te habías lastimado con un alfiler, pero mirándolo bien, advertí que la gota de sangre que veía en tu brazo era en efecto una vaquita de San José.
—De algo me sirvió dormir con la frente pegada a la tuya —dijo ella, tratando vanamente de hacer pasar el bichito rojo de una mano a la otra—. En tu próximo sueño trataré de obtener algo mejor o más duradero —prosiguió, viendo que el bichito abría un ala rizada, suplementaria, que tenía escondida, y salía volando para desaparecer en el aire.
A la noche siguiente, ella se durmió antes que él. A las cinco de la mañana se despertaron al mismo tiempo.
—¿Qué soñaste? —ella preguntó, sobresaltada.
—Soñé que estábamos acostados en la arena, pero... vas a enojarte...
—Lo que sucede en un sueño no podría enojarme.
—A mí, sí.
—A mí, no —contestó ella—. Seguí contando.
—Estábamos acostados, y vos no eras vos. Eras vos y no eras vos.
—¿En qué lo advertías?
—En todo. En el modo de besar, en los ojos, en la voz, en el pelo. Tenías pelo de nylon como la muñeca de la motocicleta que te gustaba en el escaparate del subte, ese pelo amarillo lustroso. Un día me dijiste: "Me gustaría tener el pelo así".
—¿Y qué te hizo pensar que esa mujer tan distinta de mí, era yo?
—El amor que yo sentía.
—Llamas amor a cualquier cosa.
—Aquel pelo amarillo de nylon, tan parecido al de la muñeca de la motocicleta, tal vez fuera culpable. Cada hebra era como un hilo de oro que yo acariciaba.
—¿Así? —dijo ella, mostrándole una hebra de nylon amarillo que colgaba del cuello del camisón.
Él tomó en broma el diálogo. A decir verdad esa hebra de nylon amarilla podía haber estado anteriormente en la casa, por cualquier motivo. ¿Acaso las hijas de las amigas no iban de visita con sus muñecas, que tenían pelo de nylon?. Se usa tanta ropa de nylon, ¿acaso una hebra de una costura no podría caer?
La próxima noche él tuvo que salir y ella quedó sola. Él volvió muy tarde; ella dormía. Empezaba el invierno y le trajo un ramo de violetas. En el momento de acostarse él puso en uno de los ojales del camisón de ella, una violeta.
—¿Qué soñaste? —dijo ella, como siempre, al despertar.
—Soñé que viajaba en un trineo por un campo cubierto de nieve, donde merodeaban lobos hambrientos. Estaba vestido con pieles de lobo; lo advertí en el modo de mirarme que tenían los lobos. Un bosque de pinos se divisó en el horizonte. Me dirigí al bosque. Frente a ese bosque bajé del trineo y en la nieve encontré una violeta, la recogí y me alejé rápidamente.
En ese momento ella vio la violeta en el ojal de su camisón.
—Aquí está —dijo ella.
—Te la traje anoche con un ramito que te compré en la calle; elegí la violeta
más grande y la puse en el ojal de tu camisón.
—¿El sueño lo inventaste?.
—Si lo hubiera inventado sería más divertido.
—¿Cómo supiste que ibas a soñar con violetas?. Sos mentiroso. Querés imitarme, inventando experimentos mágicos. Eso no impide que tus verdaderos sueños obren milagros para mí —dijo ella—. La vaquita de San José, la hebra de nylon, no han sido un invento. Saldré pronto en los diarios, fotografiada como la mujer que saca objetos de los sueños ajenos.
—¿Mis sueños te son ajenos?
—Para los diarios, sí.
Fue durante una siesta de verano. Él soñó que andaba caminando con ella por una ciudad desconocida, con desfiles de soldados. En una puerta verde, debajo de un puente, Artemidoro el Daldiano, vestido de blanco, con sombrero y capa, lo llamó.
—¿Quién es Artemidoro? —preguntó ella.
—Un griego. Escribió la Crítica de los sueños.
—¿Cómo sabés que era él?
—Lo conozco. Estudiamos juntos —contestó él.
Artemidoro le tendió la mano como si lo apuntara con un revólver, pero lo que tenía en la mano era un filtro misterioso, aquel que bebieron Tristán e Isolda. "Cuando quieras llevar a tu amada como a tu corazón dentro de ti", le dijo, "no tienes más que beber este filtro.
Cuando él despertó a la hora del desayuno, ella le dijo:
—Aquí está el filtro —y le mostró una botellita diminuta.
No necesitaba que le contara el sueño. Él le arrebató el frasco de la mano, lo miró atónito, cerró los ojos y bebió. Cuando abrió los ojos quiso mirarla de nuevo. Ella no estaba. Él la llamó, la
buscó. Oyó una voz dentro de él, la voz de ella, que le contestaba:
—Soy vos, soy vos, soy vos. Al fin soy vos. —Es horrible —dijo él.
—A mí me gusta —dijo ella.
—Es un conyugicidio.
—Conyugicidio... ¿Y qué quiere decir? —ella interrogó.
—Muerte causada por uno de los cónyuges al otro –respondió.
Bruscamente despertaron.
Él volvió a soñar a lo largo de la vida y ella a sacar objetos de sus sueños. Pero la mayor parte de las veces no le sirvieron de nada pues son todos objetos de poca importancia; a veces ni siquiera los mira. Los atesora en su mesa de luz.
Rara vez, por suerte, le sirven para sufrir transformaciones, como sucedió con el filtro: el término sufrir está bien elegido pues en toda transformación hay sufrimiento. A veces tienen miedo de no volver a su estado anterior —al hogar, a la vida habitual— y volatilizarse. ¿Pero acaso la vida no es esencialmente peligrosa para los que se aman?