Ton amie le vampire
Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870)
Sí, os supero a todos en mi innata crueldad, que no estuvo en mi mano reprimir.
¿Es esta la razón por la que estáis todos postrados frente a mí? ¿O bien el estupor de verme, fenómeno
inaudito, recorrer como horrible cometa el espacio ensangrentado?
Una lluvia de sangre brota de mi cuerpo inmenso, semejante a una nube negra que empuje ante sí el huracán. No temáis nada, hijos míos. No quiero maldeciros. El mal que me habéis ocasionado es demasiado grande; demasiado grande el mal que yo os he ocasionado, para que sea intencional.
Vosotros habéis recorrido vuestro camino y yo el mío, ambos semejantes, ambos perversos.
Era natural encontrarnos, dada nuestra afinidad.
El choque que ha seguido al encuentro nos ha resultado recíprocamente fatal”.
Al llegar a este punto, los hombres empezarán a levantar las cabezas, adquiriendo de nuevo valor, y, para ver quién está hablando, alargarán el cuello igual que caracoles. De repente, su rostro alterado, descompuesto, se deformará en una mueca tan monstruoso que incluso los lobos quedarán aterrorizados. Todos a la vez, los hombres se enderezarán de golpe, como un muelle gigantesco. ¡Cuántas imprecaciones! ¡Qué clamor de voces! Me han reconocido. Y he ahí que los animales terrestres se unen a los hombres y hacen oír sus extraños alborotos. Ningún odio divide ya a ambas razas. El odio de cada uno está dirigido contra el enemigo común: yo. El consentimiento universal les une. Vientos que me estáis transportando, levantadme todavía más alto: temo la perfidia.
Sí, desaparezcamos, poco a poco de su vista... Adiós, viejo, y piensa en mí, si me has leído...; y tú, joven, no desesperes. En efecto, tienes en el vampiro a un amigo, aunque seas de otra opinión.
Si además, tienes en cuenta el ácaro sarcopto que te pega la roña, ¡tendrás dos amigos!
Isidore Ducasse, conde de Lautréamont
Isidore Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870)
Sí, os supero a todos en mi innata crueldad, que no estuvo en mi mano reprimir.
¿Es esta la razón por la que estáis todos postrados frente a mí? ¿O bien el estupor de verme, fenómeno
inaudito, recorrer como horrible cometa el espacio ensangrentado?
Una lluvia de sangre brota de mi cuerpo inmenso, semejante a una nube negra que empuje ante sí el huracán. No temáis nada, hijos míos. No quiero maldeciros. El mal que me habéis ocasionado es demasiado grande; demasiado grande el mal que yo os he ocasionado, para que sea intencional.
Vosotros habéis recorrido vuestro camino y yo el mío, ambos semejantes, ambos perversos.
Era natural encontrarnos, dada nuestra afinidad.
El choque que ha seguido al encuentro nos ha resultado recíprocamente fatal”.
Al llegar a este punto, los hombres empezarán a levantar las cabezas, adquiriendo de nuevo valor, y, para ver quién está hablando, alargarán el cuello igual que caracoles. De repente, su rostro alterado, descompuesto, se deformará en una mueca tan monstruoso que incluso los lobos quedarán aterrorizados. Todos a la vez, los hombres se enderezarán de golpe, como un muelle gigantesco. ¡Cuántas imprecaciones! ¡Qué clamor de voces! Me han reconocido. Y he ahí que los animales terrestres se unen a los hombres y hacen oír sus extraños alborotos. Ningún odio divide ya a ambas razas. El odio de cada uno está dirigido contra el enemigo común: yo. El consentimiento universal les une. Vientos que me estáis transportando, levantadme todavía más alto: temo la perfidia.
Sí, desaparezcamos, poco a poco de su vista... Adiós, viejo, y piensa en mí, si me has leído...; y tú, joven, no desesperes. En efecto, tienes en el vampiro a un amigo, aunque seas de otra opinión.
Si además, tienes en cuenta el ácaro sarcopto que te pega la roña, ¡tendrás dos amigos!
Isidore Ducasse, conde de Lautréamont