lunes, 19 de julio de 2010

Fragmento de Sobre héroes y tumbas. Ernesto Sábato



Y mientras Bruno aspiraba la brisa que pesadamente llegaba del río, Martín recordaba momentos parecidos en aquel mismo parapeto con Alejandra. Acostado sobre el murallón, con la cabeza sobre su regazo, era (había sido) verdaderamente feliz. En el silencio de aquel atardecer oía el tranquilo murmullo del río abajo mientras contemplaba la incesante transformación de las nubes: cabezas de profetas, caravanas en un desierto de nieve, veleros, bahías nevadas. Todo era (había sido) paz y serenidad en aquel momento. Y con tranquila voluptuosidad, como en los somnolientos e indecisos instantes que siguen al despertar, reacomodaba su cabeza sobre el regazo de Alejandra, mientras pensaba qué tierno, qué dulce era sentir su carne debajo de su nuca; esa carne que en opinión de Bruno era algo más que carne, algo más complejo, más sutil, más oscuro que la mera carne hecha de células, tejidos y nervios; pues también era (pongamos el caso de Martín), era ya recuerdo y, por lo tanto, algo que se defendería de la muerte y de la corrupción, algo transparente, tenue pero con cierta calidad de lo eterno e inmortal; era Louis Armstrong tocando su trompeta en el Mirador, cielos y nubes de Buenos Aires, las modestas estatuas del Parque Lezama en el atardecer, un desconocido tocando una cítara, una noche en el restaurante Zur Post. una noche de lluvia refugiados debajo de una marquesina (riéndose), calles del barrio sur, techos de Buenos Aires vistos desde el bar del piso veinte del Comega. Y todo eso lo sentía a través de su carne, de su suave y palpitante-carne que, aunque destinada a disgregarse entre gusanos y grumos de tierra húmeda (típico pensamiento de Bruno), ahora le permitía entrever esa especie de eternidad; porque como también alguna vez le diría Bruno, estamos de tal modo constituidos que sólo nos es dado vislumbrar la eternidad desde la frágil y perecedera carne. Y él había suspirado entonces y ella le había dicho ?qué?. Y él le había respondido ?nada?, como respondemos cuando estamos pensando ?todo?. Momento en que Martín dijo casi sin querer, a Bruno:
?Aquí estuvimos una tarde con Alejandra.
Y como si no pudiera detener su bicicleta, perdido el control, agregó:
?¡Qué feliz fui aquella tarde!
Arrepintiéndose y avergonzándose en seguida de semejante frase, tan íntima y patética.
Pero Bruno, no se rió, ni se sonrió (Martín lo miraba casi aterrado), sino que permaneció pensativo y serio, mirando hacia el río. Y cuando, después de un largo rato, Martín imaginaba que no haría ningún comentario, dijo:
- Así se da la felicidad.
- ¿Qué quería decir? Se quedó escuchándolo, anhelante, como siempre que se trataba de algo vinculado a Alejandra.
- En pedazos, por momentos. Cuando uno es chico espera la gran felicidad, alguna felicidad enorme y absoluta. Y a la espera de ese fenómeno se dejan pasar o no se aprecian las pequeñas felicidades, las únicas que existen. Es como...
Se calló, sin embargo. Al rato continuó:
- Imagínese un mendigo que desdeña limosnas por el camino, porque le han dado el dato de un formidable tesoro. Un tesoro inexistente.
Volvió a sumirse en sus pensamientos.
- Parecen fruslerías: una conversación apacible con un amigo. A lo mejor esas gaviotas que vuelan en círculos. Este cielo. La cerveza que tomamos hace un rato.
Se movió.
- Se me ha dormido una pierna. Es como si a uno le inyectaran soda.
Se bajó y luego agregó:
- A veces pienso que esas pequeñas felicidades existen precisamente porque son pequeñas. Como esa gente insignificante que pasa inadvertida.
Se calló, y sin ninguna razón aparente dijo:
- Sí, Alejandra es un ser complicado. Y tan distinta a la madre. En realidad es una tontería esperar que los hijos se parezcan a sus padres. Y acaso tengan razón los budistas, y entonces ¿cómo saber quién va a encarnarse en el cuerpo de nuestros hijos?

Como si recitara una broma, dijo:

Tal vez a nuestra muerte el alma emigra:
a una hormiga,
a un árbol,
a un tigre de Bengala;
mientras nuestro cuerpo se disgrega
entre gusanos
y se filtra en la tierra sin memoria,
para ascender luego por los tallos y las hojas,
y convertirse en heliotropo o yuyo,
y después en alimento del ganado,
y así en sangre anónima y zoológica,
en esqueleto,
en excremento.
Tal vez le toque un destino más horrendo
en el cuerpo de un niño
que un día hará poemas o novelas,
y que en sus oscuras angustias
(sin saberlo)
purgará sus antiguos pecados
de guerrero o criminal,
o revivirá pavores,
el temor de una gacela,
la asquerosa fealdad de comadreja,
su turbia condición de feto, cíclope o lagarto,
su fama de prostituta o pitonisa,
sus remotas soledades,
sus olvidadas cobardías y traiciones.

Martín lo oyó perplejo: por una parte parecía que Bruno recitaba en broma, por otra sentía que de algún modo aquel poema expresaba seriamente lo que pensaba de la existencia: sus vacilaciones, sus dudas