domingo, 6 de febrero de 2011

Fragmento de El Pendulo de Foucault de Umberto Eco

Ante todo, la abundancia de espejos. Donde hay espejo hay estadio humano, quieres verte. Pero no te ves. Te buscas, buscas la posición en el espacio en la que el espejo te diga “estás ahí, y ése eres tú”. Tanto sufrimiento, tanta inquietud para que los espejos de Lavoisier, ya sean cóncavos o convexos, te engañen, se burlen de ti: retrocedes y te encuentras, pero te mueves y te pierdes. Aquel teatro catóptrico había sido montado para arrebatarte toda identidad y hacerte desconfiar de tu posición.


Una manera más de decirte: no eres el Péndulo, ni estás en la posición del Péndulo. La inseguridad te atenaza, no sólo con respecto a ti mismo, sino también acerca de los mismos objetos situados entre tú y otro espejo. Sí claro, la física te explica de qué se trata y cómo funciona: un espejo cóncavo recoge los rayos que proceden de determinado objeto, en este caso un alambique sobre una olla de cobre, y los refracta de manera que no veas el objeto nítidamente en el espejo; sólo lo intuyes fantasmal, invertido, suspendido en el aire y fuera del espejo. Desde luego, bastará con cambiar de posición para que desaparezca el efecto. Pero de pronto me vi, invertido, en otro espejo.

 Insoportable.