jueves, 28 de octubre de 2010

Esas raras mujeres nuevas. Colette Soler





Esas raras mujeres nuevas

Aman a un hombre pero tienen sexo con otro; por otra parte, dudan y dudan –como siempre lo hicieron los varones obsesivos– acerca de cada decisión; buscan a padres que hoy no existen... pero quizá ya no los buscan más. He aquí algunos posibles “fenómenos nuevos” en la feminidad actual.



Por COLETTE SOLER *

¿Hay síntomas inéditos en la mujer contemporánea? La “degradación de la vida amorosa”, el desdoblamiento entre el objeto de amor y el objeto del deseo que Freud diagnosticó en los hombres, no parece evitar a las mujeres: la evolución de las costumbres contemporáneas hace aparecer fenómenos nuevos. Hoy, una vez liberadas de la única elección del matrimonio, muchas mujeres aman por un lado y desean o gozan por el otro. Evidentemente, necesitaban escaparse de la picota de la institución de un lazo exclusivo y definitivo, para que se pueda observar que los diversos partenaires de una mujer se sitúan de un lado o del otro: del lado del órgano que satisface el goce sexual, o del lado del amor, y que la convergencia sobre el mismo objeto se realiza como una configuración entre otras.

Existe otro cambio: son las nuevas inhibiciones femeninas. Me lo explico así; hay inhibición sólo allí donde hay elección posible, incluso imperativa. Allí donde el deseo no está solicitado, allí donde hay sólo impedimento, la duda obsesiva sobre la realización o la decisión no se puede manifestar. La emancipación que multiplica las posibilidades, que permite a la mujer determinarse en función de sus deseos, escoger tener un hijo o no, casarse o no, cuando lo quiere, si lo quiere, también trabajar o no, hace aparecer el hecho de que el drama de la inhibición no es una especialidad masculina. Más aún porque, por efecto del discurso, todo lo que no es prohibido se vuelve obligatorio. Entonces, vemos en las mujeres el mismo distanciamiento ante el acto que en el hombre obsesivo, las mismas dudas frente a las decisiones fundamentales, ante los compromisos definitivos, y particularmente en el ámbito del amor. El hombre –en singular– y el niño, los dos deseados pero aplazados hasta un mejor encuentro, pertenecen a la clínica cotidiana de hoy y son a menudo el origen de una demanda de análisis. Así, la extensión de lo unisexo al conjunto de las conductas sociales se acompaña de una homogeneización de gran parte de la sintomatología.

Sin embargo, evocaré una configuración típicamente femenina, que me parece a la vez frecuente y muy actual. No una mujer de treinta años, sino más bien una que se acerca a los cuarenta, soltera, que por lo general trabaja, que goza de la libre disposición de su intimidad, y que comienza a percibir que el tiempo pasa y que, si quiere tener un hijo, debe apurarse para encontrar un hombre digno de ser padre, a menos que su elección sea la de tener un hijo sola. La contracepción, unida a la legalidad del aborto, ha separado más radicalmente que nunca reproducción y acto sexual; lo que obliga a las mujeres no sólo a decidir si tener un hijo, sino, a menudo, a asumir la elección del padre –la edad y la esterilidad quedan como únicos factores para introducir a veces un imposible–. Las coyunturas del deseo de hijo han cambiado y engendran nuevos dramas subjetivos y nuevos síntomas. Sin embargo, traen para las mujeres un poder nuevo que, pienso yo, podría tener consecuencias masivas.

Evoco aquí lo que llamaré las mujeres en el papel de hombre. Diógenes, en su ironía, pretendía buscar a un hombre. Hoy, muchas mujeres buscan a un padre... para el hijo venidero. ¡Nuevas elecciones, nuevos tormentos, nuevas quejas! Las configuraciones son múltiples: busco a un padre, pero no soporto vivir con un hombre; busco a un padre pero los que encuentro no quieren tener hijos; busco a un padre pero no lo encuentro; lo quiero pero no lo imagino en el papel de padre. El paso siguiente consiste en darle la lección al padre sobre lo que debe ser un padre; reprocharse el padre elegido, o no perdonarse haberles dado tal padre a los hijos.

No se trata de cuestionar las libertades que condicionan la disyunción entre procreación y amor; tampoco se trata de desconocer la escasa libertad para escoger que el inconsciente deja realmente al sujeto. Pero podemos constatar que, de hecho, estas nuevas libertades ponen a las mujeres en una nueva posición que les permite, más que nunca, hacerse juez y medidoras del padre. Así se desarrolla un discurso de la responsabilidad materna potenciada, que va hasta superar la del padre. Ese discurso trasmite algo como una metáfora paterna invertida o, al menos, hace evidente la carencia paterna propia de nuestra civilización, en la medida en que instituye la mujer-madre en posición de sujeto supuesto saber del ser padre. Se percibe muy bien, además, que el “busco a un padre”, como el “busco a un hombre” de Diógenes, significa un “no lo hay”, al menos digno de mi exigencia.

Madre acusada

En el lazo social actual, la madre o su sustituto es, cada vez más a menudo, el compañero preponderante, incluso exclusivo, del niño, o al menos el único estable. Hay una configuración que se volvió bastante común: una madre con su hijo o con sus hijos, a los que eventualmente se suma un hombre –o una serie de hombres que se suceden–, aquel que se llama “el amigo de mi madre”. Las configuraciones concretas son múltiples y variadas, pero la movilidad de los lazos sociales y amorosos da al cara a cara del hijo con su madre un peso nuevo en la historia, y esto no puede ser sin consecuencias subjetivas.

Hay un discurso previo sobre la madre que la hace objeto vital por excelencia: el polo de las primeras emociones sensuales, la figura que cautiva la nostalgia esencial del hablante-ser, el símbolo mismo del amor. Los ecos vuelven, ciertamente, en los dichos de los analizantes pero, en lo esencial, ellos acentúan otra cosa: la angustia y el reproche. Para situar esta diferencia entre los discursos, evocaré dos ejemplos que tienen el mérito de poner en escena de manera contrastada, entre la madre y el hijo, el imaginario de la castración. De un lado, el dicho de una mujer analizante que recuerda la hija que ella fue para su madre; del otro, el recuerdo emocionado que un hijo guardó de una madre excepcional.

Ella recuerda: debe tener ocho o nueve años, tiene una magnífica cabellera con dos largas trenzas. Ese día, su madre le anuncia: “Vamos a la peluquería a cortarte las trenzas”. Ella le suplica pero no hay nada que hacer, ¡el sorprendente proyecto de su madre es hacerse un postizo para sí misma! Hoy, la analizante, madre ella misma, guarda todavía en lo alto de un armario ese postizo, que su madre nunca se atrevió a utilizar. La otra anécdota es inversa. Se trata de un hijo que no es analizante pero músico famoso, Pablo Casals. En ese entonces, él vivía en París, por voluntad de su madre que, casi sin recursos, quería para él escuelas dignas de su genio. Un día volvió a casa irreconocible: había vendido su abundante y bella cabellera, alegremente sacrificada a la vocación de su hijo. En este caso, es la gratitud idealizante y la nostalgia del objeto perdido que aureolan el recuerdo.

Por el contrario, en la asociación libre, en todas las variantes individuales, la madre aparece más bien como acusada. Imperativa, posesiva, obscena o, al contrario, indiferente, fría y mortífera, demasiado aquí o demasiado allá, demasiado atenta o demasiado distante, ella atiborra o priva, se preocupa o descuida, rechaza o colma: es la figura de sus primeras angustias, el lugar de un insondable enigma y de una oscura amenaza. En el centro del inconsciente siempre están las faltas de la madre, incluso a veces, cuando se trata de las hijas, los estragos, dice Lacan.

Lacan tuvo que polemizar con los adeptos del cuerpo a cuerpo silencioso que, se supone, junta en una unidad primaria a la madre y al hijo. Los poderes del verbo llegan lejos, hasta regular el goce, y la madre es la primera representante de esos poderes, ya que introduce al niño en la demanda articulada, impone la oferta en la cual él se aliena: doble oferta, la lengua en la que va a demandar y la respuesta que viene del Otro.

Allí es donde la voluntad materna disputa con su amor y el niño puede poner a prueba su autoridad y su capricho. Pienso, por ejemplo, en cierta madre para quien era un honor que cada uno de sus hijos dominara sus esfínteres ya en su primer cumpleaños. El gran principio moderno –opuesto al de Sade– según el cual nadie tiene derecho a disponer del cuerpo del otro, encuentra su tope en esta zona límite del cuidado materno; la primera humanización del cuerpo está abierta a los excesos, a las transgresiones; antes de que entre en juego para el niño la diferencia de los sexos, está en una trampa al “servicio sexual de la madre” (J. Lacan, Escritos 2), en posición de fetiche y a veces de víctima.

Esta decadencia de la mediación paterna viene acompañada por el incremento de especialistas de todo tipo, como si se entendiera que las madres no pueden asumir solas la humanización completa de su hijo. Son muchos los que se ofrecen para interponerse en la pareja primaria a fin de decir a las madres lo que deben hacer o no hacer. A veces, incluso el mismo pedopsicoanalista, si lo puedo decir, no vacila en presentarse como Otro del Otro materno, para dar consejos a las madres. Es el caso de Donald Winnicott y Françoise Dolto. En realidad, conocemos este proceso desde el famoso caso del pequeño Hans, de Freud: en el momento en que una familia está en vía de descomponerse, el “Profesor” es llamado en la medida en que se presenta una carencia de padre.

* Extractado de Lo que Lacan dijo de las mujeres, de próxima aparición (ed. Paidós).