El polvo de los vasos y la pesadumbre de sentarse a contemplar. Vas desciñendo los hilos de las vidas: la delicada herencia de los mayores se abre como un cofrecillo herrumbroso. El polvo iridiscente no es su fuerza; pero los has visto golpeando en las ventanas otoñales, humildes como la lluvia, con sus voces delgadas que aman el cielo acerbo. Ellos quisieran ver sus cuerpos abandonados en las playas, sepultados por el limpio viento del mar. Pero les han impuesto la carga de la tierra: abrumados y oscuros yacen a solas, sin la carcoma purificadora de la sal. El polvo ya no es el vidrio: el polvo es toda la niebla de la tarde que se concentra y se acongoja en la intimidad de los cuartos, en las paredes que contemplan los árboles yermos de invierno y la estrechez de las ráfagas errátiles como ciervos. Ciervos helados: bosque del Norte que asedian tradiciones y caballos de guerra, bendecido por pétreos druidas que levantan altares: santos antiguos con su cuchillo sacro y su elevada cabeza rezadora. Bosque del Sur tan nuevo como lo es la muerte para cada hombre; prístino reflejarse de las murallas verdes sobre los lagos. Allí ves el fondo: dientes puros las piedras, almas de indios que miran desde el hielo las cimas duras del amanecer.
Esta mirada no es la ilusión, lo sabes bien. Alerta más que nunca vas custodiando al sol mientras se enciende la soberbia de las luces: crepúsculo acerado donde se cifra todo lo que podrías haber sido y todo lo que puedes ser aún, en otros reinos. El ser se pone en pie, inmenso, abierto.