Un único pensamiento omnipresente: irse de acá. Las personas me dan miedo. Nuestra Eisner no debe morir, no va a morir, yo no lo permito. No morirá, no. No ahora, no lo tiene permitido. No, no va a morir porque no está muriendo. Mis pasos son firmes. Y ahora tiembla la tierra. Cuando yo camino, camina un bisonte. Cuando descanso, reposa una montaña. ¡Cuidadito! No lo tiene permitido. No lo hará. Cuando llegue a París, ella estará con vida. No será de otra manera porque no está permitido que lo sea. Ella no tiene permitido morir. Más tarde ta vez, cuan nosotros lo autoricemos.
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En mi mano sentía aún la pequeña mano de mi pequeño hijo, esa rara manito en la que el pulgar se deja doblar en contra de la articulación de manera tan peculiar.
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Sólo si fuera una película creería que todo esto es real.
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Tras estos pocos kilómetros a pie sé que no estoy cuerdo; la certeza me viene desde las suelas.
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Un chico con campera, increíblemente triste, toma Coca atascado entre dos adultos.
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Afuera, en el frío, las primeras vacas; eso me emociona.
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Cuervos vuelan hacia el este, con el sol bien bajo por detrás. Campos pesados y húmedos, bosques, mucha gente a pie. Un ovejero echa vapor por el hocico. Alling, cinco kilómetros. Por primera vez, miedo a los autos.
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¡No, negativo! ¡Los cuervos, que hagan lo que quieran! ¡No voy a mirar ahora!
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Los adolescentes en sus ciclomotores avanzan sincrónicamente hacia la muerte.
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A la memoria me vienen nabos no cosechados, pero juro por Dios que no hay nabos sin cosechar a mi alrededor.
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La zona que atravieso apesta a rabia. Si estuviera sentado en uno de los silenciosos aviones que pasan por acá arriba, en una hora y media llegaría a París.
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Hasta qué punto nos hemos convertido en los autos en los que vamos sentados es algo que se ve en las caras.
**Un campo de trigo no cosechado, invernal, ceniciento., que crepita, y sin embargo no hay viento. Es un campo llamado Muerte. Encontré en el piso un pedazo de papel artesanal blanco, empapado de humedad, y lo levanté, ávido por poder leer algo en la cara que estaba apoyada sobre el campo mojado. Sí, estaría escrito. Ahora que el papel está vacío, ninguna decepción.
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La curiosidad me lleva al lugar correcto.
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(...) cuido cada movimiento como un animal, y creo que también tengo pensamientos de animal.
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Le dije que su perro me gustaba más que él.
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A la entrada del pueblo vi una vieja chiquita de piernas curvas con la demencia grabada en el rostro.
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Una bruma fría se aleja de los sembradíos agrietados. Dos africanos caminaban adelante mío, enfrascados en su conversación y haciendo ademanes bien africanos.
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El camino se hace largo.
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Oigo al pasto, pero no lo veo.
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Philipp escribía palabras en la arena delante mío: mar, nubes, sol, luego una palabra inventada por él. Nunca hasta ahora le ha dicho jamás a nadie ni siquiera una sola palabra. En Pestenacker la gente me parece irreal.
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Álamos flacos y deshojados, un cuervo vuela aunque le falta un cuarto de ala, eso anuncia lluvia.
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Las nubes avanzan en mi dirección. Dios mío, qué pesados están los campos por la lluvia.
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Acá hay pegado un anuncio de que mañana se cortará la electricidad, pero en cien metros a la redonda no se ve nada eléctrico. Lluvia.
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No vida, salvo eso. Estuve parado infinitamente en la carnicería, con pensamientos asesinos.
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La moza en la taberna entendió todo de una sola mirada; eso me hizo bien, ahora me siento mejor.
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A partir de este punto me quedo sin mapa.
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Al mirar por la ventana había un cuervo sobre el techo de enfrente, sin moverse y con la cabeza inclinada en la lluvia. Mucho más tarde seguía en el mismo lugar, inmóvil y congelándose, solitario y silencioso con sus pensamientos de cuervo. Me corrió por dentro un sentimiento fraternal y la soledad llenó mi pecho.
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Cuando me acerco, los poblados se hacen los muertos.
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¿Cómo puede doler tanto caminar?
Werner Herzog
[Del caminar sobre el hielo; Entropía, 2015]