Escribir produce culpa, a veces. Otras, alivio. Unos dicen que el escritor es un impostor; a mí más bien me parece un pecador en el confesionario. Intimidad de la hoja en blanco que unas veces absuelve, otras delata y condena. La interrupción del mundo se sucede. Es difícil construir el lugar intraspasable de lo propio. Dónde acaba tu persona. Dónde comienza. Cómo visualizarla enteramente si está enredada todo el tiempo en los lazos del amor, el odio, el miedo, todos los sentimientos que nos condicionan y nos muestran que no somos uno, solo. Por eso elijo escribir sin la participación de lo racional: el borboteo inconsciente, con sus altibajos y sus maravillas, su discurso contado y a ratos terrible, la estética incontrolable de la palabra suelta, libre de los márgenes que usamos cuando hablamos con otro. Una imagen puede percibirse globalmente, como un color, una sensación, una nota. El poeta inventa imágenes, concilia lo inconciliable con la realidad fabricada por el pensamiento humano. Por eso la poesía no se lee, más bien se come. Contactar. Como la piel con otra piel, o como dos respiraciones fundiéndose en un mismo ritmo. Las individualidades permanecen pero el goce es uno. Me recuerda una vieja canción de A. Del Prado que dice “bésale las piernas a la poesía”. Hacer el amor con mundos ajenos. No cualquiera está dispuesto a montar ese caballo conducido por otro, y galoparlo. Aquel que elige lo poético como modo de comunicación está aceptando lo contradictorio, lo incierto, lo raramente bello. El producto caliente del sentir que lleva adentro.
6/12/94