BUFANDA
Es una bufanda
no abriga
se enrosca
se incrusta en la garganta
es soga nudo gota amarga
colgada
ahí
donde termina el paladar y se ahoga el cuello
cuando el aliento
cae
hacia
tráquea faringe esófago diafragma
cae
el aliento
rueda
hacia abajo
donde no se ve nada
nada se palpa y se aloja
en la masa sin forma de las vísceras
aprieta
cuando de noche
no te atreves a trancar la cerradura
y cuelgas libre la llave del llavero
porque te envuelve el miedo
de que el portero no te oiga
y que te asalten infarto
muerte súbita y no llegue
la emergencia o que te encuentren
la mano agarrotada en el teléfono
y pasados tres días vengan
a derribar la puerta cuando
el olor a podrido invada
el piso y las paredes porque
todas tus palabras se volvieron arena
y piedra tus oídos que no alcanzaron
a escuchar el gallo que sólo para tí
elevaba la cresta más sonora
no podrá la caricia ni el beso ni
la lágrima
detener el estrépito del día
al derrumbarse sobre tus ojos secos
porque una a una las puertas se cerraron
y todas las ventanas quedaron en clausura
(aunque entreabiertas)
Tal vez
despertará el eco de la fiesta en las pasturas.
DESPUÉS
Desde lejos es difícil distinguir si ese bulto está formado por una, dos o más personas. Están tan quietas que solamente si uno se aproxima con sigilo, sin agitar el silencio, podrá percibir algún gesto, algún mínimo movimiento. Por un tiempo largo, quizá una hora, media, o más, esa inmovilidad las envuelve en un aura de piedra; hay a su alrededor algo terriblemente quieto; más, inmóvil. Parece, ahora, que en realidad son dos personas; mejor: dos mujeres.
Una es mayor, casi una vieja; la otra podría tener cincuenta, sesenta o setenta años. Indefinible. Imposible calcularle la edad exacta a la más joven. En cambio la mayor, con toda seguridad rondará los ochenta. Tiene los rasgos más definidos, todo en ella es más nítido que en la otra.
Su pelito ralo recogido en un minúsculo moño en la nuca, sus canas levemente azuladas verifican una noble dignidad que emana de toda su postura. A pesar de que su figura es notoriamente pequeña –donde se revela el estrago minucioso pero no demasiado agresivo de los años–, su actitud toda, la muestra como la que sostiene la situación.
La otra se ve desmadejada, todo su cuerpo está como arrollado, casi encorvado. Parece un ovillo en desorden a punto de rodar.
Si bien se la ve como una mujer prolija, es evidente que por su pelo –también canoso pero con tonalidades pardas–, hace por lo menos dos días que no ha pasado un peine. Sus ojos están como vacíos. Ninguna expresión delata un indicio vital en ellos. La boca, cerrada; a cal y canto. Diríase como sellada.
Su inmovilidad es total. La otra, cada tanto la aprieta un hombro o le pasa con suavidad la mano por su cabeza y le arregla el cabello.
La más joven, de tiempo en tiempo, emite algún sonido con el que va hilvanando una que otra frase. La mayor, escucha.
–Yo me dí cuenta de que algo raro había en ese piecito. Aunque era chueco, lo estaba torciendo demasiado; ya se le empezaba a torcer también el tobillo. No me gustó nada aquello. Y los médicos se demoraron demasiado.
–M’hija, no pienses.
No te atormentes más. Hiciste todo lo que podías.
–No me atormento. Me desahogo, no más. El tormento fue cuando el dianóstico dio cáncer de hueso. Yo le escribí al padre cuando empecé a sospechar que los médicos no daban en la tecla, pero como siempre, andaba distraído y ocupado con su nueva familia. Por suerte, reaccionó al final y sé que sus últimas cartas fueron muy cariñosas porque el nene me lo contó en el sanatorio, aunque no me las dio para leer.
–¿Y las vas a leer ahora?
–No, se las puse en el cajón. Que se llevara un buen recuerdo de su padre.
–Está bien.
Nuevamente el silencio. Pero no hay vacío en él. Los dos cuerpos parecen formar uno solo.
–Nena, hace no sé cuántas horas que no comés nada, ¿querés que te traiga algo?
–No, no puedo tragar nada. Todavía no hace dos horas que lo enterré.
–Bueno, entonces, ¿querés un mate?
–Sí.